Texto

Leer un dibujo: apuntes para una crítica a una teoría de la representación.

Aída Dinerstein

Es algo por todos aceptado que “La interpretación de los sueños” es un texto princeps en la fundación del psicoanálisis. En este libro, Freud, además de revisar una abundante y significativa bibliografía sobre el fenómeno, aborda el sueño desde diversos ángulos: ya planteando la hipótesis fuerte de que el sueño es una realización de deseos, ya encarando la cuestión de los materiales y las fuentes de donde el sueño obtiene sus elementos, así como abocándose al estudio tanto de la deformación como de la elaboración onírica. Sin privarse de brindarnos un método para su interpretación, el libro de los sueños es riquísimo en ejemplos suficientemente desplegados, analizados y conceptualizados teóricamente. No es la menor de sus virtudes que el capítulo “La psicología de los procesos oníricos”, por todos conocido como “Capítulo VII”, represente un hito teórico insoslayable en la construcción conceptual de lo que nombramos, con Freud, su primera tópica del aparato psíquico.
Libro extenso, difícil, complejo, se interna en las cuestiones relativas al sueño estudiando y desbrozando los aspectos más significativos del fenómeno. Va de suyo que es de lectura y estudio imprescindible para un psicoanalista. Sin embargo…

Sin embargo, por mucho que nos apropiemos de todas las nociones que allí Freud deja sentadas, no se tratará de “aplicarlas” al análisis de un sueño de un analizante. Es que deberemos tener presente un pequeño texto que Freud escribiera sobre el empleo de la interpretación de los sueños en el análisis, texto donde queda absolutamente claro que toda la complejidad y los vericuetos interpretativos, de método, así como de investigación en lo que respecta a los sueños, en el análisis, quedarán absolutamente subordinados a aquello que comanda, esto es, quedarán subordinados a lo que indique la transferencia. A la técnica y al arte de la interpretación de los sueños habrá que contraponer la regla de que, para el tratamiento “es del máximo valor tomar noticia, cada vez, de la superficie psíquica del enfermo…”. Hasta tal punto que, aun considerando que la interpretación de los sueños es via regia para el descubrimiento del inconsciente, si las condiciones actuales de la transferencia indican que lo conveniente es guardar silencio en relación a la producción onírica de determinado analizante, sin siquiera pedir asociaciones, así se hará.
Lo antedicho bien puede entenderse como indicaciones de orden técnico. No obstante, me gustaría que se considerara que, plantear las cosas en estos términos, es de consecuencias que van más mucho más allá de meras cuestiones de técnica. Es de una concepción del psicoanálisis de lo que se trata, así como de una concepción acerca del sujeto que en él está implicado.

Lacan nos enseñó a leer en Freud el estatuto particular del sujeto para el psicoanálisis. No es el yo, mucho menos el self. Este sujeto efecto de la articulación significante es pasible de ser aprehendido sólo en una relación bastante atípica a un objeto de carácter peculiar, distinto de los “objetos del mundo” o, de lo contrario, se encuentra en fading cuando, sorpresa y ocasión del retorno de lo reprimido, las formaciones del inconsciente se vuelven sus representantes, nunca su representación. Este sujeto no accede a ser representado, no podemos asirlo en representaciones. Este sujeto sólo podrá ser localizado en el espacio que la transferencia instituye si acordamos en la hipótesis de entender el inconsciente no como una entidad positivizada sino como existente sólo en tanto constituyéndose en un discurso hablado a Otro.
Es esta orientación la que me condujo a comenzar este trabajo presentando la posición freudiana en relación a los sueños, en análisis, pretendiendo con ello sugerir la conveniencia de que esta posición freudiana precediera el abordaje de cualquier cuestión de la que nos ocupáramos como psicoanalistas.
Es así que, para el tema que nos ocupa, el dibujo, no me ocuparé de él sino desde la perspectiva de lo que el psicoanálisis puede decir en relación a esta producción. Y, siguiendo a Freud en la posición que intento transmitir más arriba, es el uso del dibujo en análisis, el punto de perspectiva que guía mis reflexiones. O sea, lo que me va a interesar es que un analista lee un dibujo y que esta operación de lectura se ajusta sobre las coordenadas de las operaciones del acto analítico, y no cualesquiera otras.
No dejaré de considerar, sin embargo, la especificidad del dibujo. Que no es la palabra hablada, ni tampoco el juego, y que, en tanto producción específica permite, al psicoanálisis, situar algunas cuestiones puntuales a ser interrogadas.

Aunque no sólo ellos, son sobre todo los niños, los que ofrecen dibujos y material gráfico en el curso de sus análisis. Partiré de este hecho de experiencia y esto supondrá entonces situar ciertos límites en relación al tema a tratar.
Por lo pronto, es importante considerar la especificidad de la relación del niño a la estructura. Los términos de la estructura, justamente por ser estructurales, deberán ser tomados en cuenta como siendo los que definen las coordenadas de la experiencia del análisis, cualquiera sea el sujeto en cuestión. Sea que pensemos en términos de S1, S2, como par de significantes, Sujeto (barrado), objeto a; sea que pensemos nodalmente en términos de RSI; sea que tomemos los ejes, no ya de los términos, sino de las operaciones de la experiencia: repetición, transferencia, operación verdad/castración. Pero, si bien estos términos y estas operaciones definen los límites de la experiencia, no podemos desconocer que la relación del niño tanto respecto de los términos como de las operaciones es particular. Su posición de niño implica que su relación a la estructura, en tanto está atravesando lo que ya es consenso nombrar entre los analistas de niños como los tiempos instituyentes, guarda ciertas características que le son propias. Esto es: su posición de sujeto respecto de la estructura no puede desligarse del hecho de que es un niño. Por ejemplo: habría que considerar si es posible, para el niño, que la operación verdad/castración se efectivice en su análisis, o, para decirlo en otros términos, cuáles son las posibilidades y los límites, para el niño, en cuanto a interrogar y asumir una posición respecto del sexo.

Desde un punto de vista que tiene una relación más directa con el tema del dibujo, me parece de interés remarcar que la transferencia en el análisis con niños tiene condiciones específicas en particular por la relación del niño al saber, en referencia, por supuesto, a lo que es del orden del saber inconsciente. Siendo que el S2, y por tanto la Urverdrangung, están en vías de constituirse, no podríamos exigirle al niño que respete la regla fundamental de la asociación libre. Entendiendo, por otra parte que, si bien algunos autores han establecido una equivalencia entre juego y asociación libre, esta equivalencia es más bien de orden analógico, pudiendo, por nuestra parte, plantear diferencias radicales entre ambas formas de trabajo en análisis. Dado que el niño está en relación a la palabra, en cuanto a sus posibilidades de apropiación de la misma, en una relación si no frágil, al menos relativamente inestable, su relación al significante debe necesariamente encontrar apoyatura ya sea en los pequeños juguetes de los que se sirve, ya sea en la hoja de papel o el pizarrón en los que ofrece sus dibujos u otras producciones gráficas y escriturales, garabatos, si es pequeño, tareas escolares, composiciones o ejercicios de matemáticas, si se trata de niños de más edad.

Los tiempos de la niñez implican el tránsito desde una posición en la cual el niño se encuentra sujetado en tanto objeto de y para el deseo del Otro (para el caso la madre, entendiendo por madre quien encarna el lugar materno) hacia otra posición que implicará cierta posibilidad de asumir una palabra propia. Tarea nada fácil ni sencilla que supone hacer lugar a la función paterna, lo que, desde la perspectiva del sujeto infantil implica el atravesamiento de la crisis edípica articulada necesariamente al complejo de castración. Siendo importante destacar que el drama no afecta sólo al destino de las identificaciones, sino que éstas se reordenarán también en función de un reordenamiento de la dimensión real del cuerpo, de su imagen, así como de la dimensión pulsional puesta en juego. Del estadio del espejo al complejo de Edipo, se trata de que el niño pase del predominio imaginario del falo a la asunción del falo como significante, instrumento del orden simbólico que rige la ley de los intercambios, y que, solo en tanto, para el sujeto, tome su pleno valor de significante, le permitirá ubicarse en la cadena de las generaciones, reconocerse en un linaje y una filiación, así como también, le permitirá la asunción de su imagen corporal y la constitución de la instancia yoica.
Los tiempos de la niñez son los tiempos en que se dialectiza este pasaje donde de lo que se trata es de la simbolización de lo imaginario para arribar al punto en que, sólo gracias a la intervención de la función fálica, en particular la dimensión fonadora del falo (el punto en que el significante se articula a la voz, y así a la palabra) se producirá el anclaje necesario por el cual el significante se articula al cuerpo, produciéndose el recorte del objeto, como objeto pulsional. Diremos entonces que el niño está construyendo su neurosis, tiempo cabal de la constitución del Otro (desde el punto de vista del sujeto), tiempo de la represión, tiempo entonces donde, ahora sí, el sujeto será lo que un significante representa para otro.

Como decíamos más arriba, el sujeto que interesa al psicoanálisis no es el yo, más allá de que no se trata, de ninguna manera, de desconocer la importancia de que esta instancia se constituya como tal. El sujeto que nos interesa en tanto nos interesa la dimensión del inconsciente, como decíamos recién, se representa, (y también no, ya que siempre queda un resto), por medio de la articulación significante. Es importante, entonces, subrayar esta dimensión del “representa”. Lacan ha insistido mucho, en diversos lugares de su obra, en la consideración del significante como “representante” diferenciándolo de una concepción del significante como representación. Vorstellung räpresentanz, representante de la representación, término freudiano que indica que no tenemos que vérnoslas con la representación, así, a secas, sino que, sin desmerecer el valor de la representación (lo que implica considerar que sin la dimensión imaginaria no hay RSI, esto es, no se constituye la modalidad propia del sujeto hablante, o para decirlo más simplemente, no habría mundo humano) debemos ubicar lo que de representante (del sujeto) hay en la representación misma.

La cuestión de la representación remite, para el psicoanálisis, a esa identificación fundante, narcisismo en términos freudianos, estadio del espejo en la lectura que, del narcisismo, hace Lacan. Identificación que consideramos inaugural e inaugurante de la dimensión imaginaria, que, como recién subrayábamos, es ineludible para el sujeto hablante, pero en relación a la cual acotaremos que no se sostiene por sí misma sino en su articulación y diferencia con las dimensiones de lo simbólico tanto como de lo real. Planteadas así las cosas deberemos, por tanto, considerar que, si bien lo imaginario conlleva la ilusión de la plenitud, así como de la semejanza (atributos asociados a la noción de representación) esta plenitud y esta semejanza no son sino eso, ilusión. Habrá que tomar en cuenta, entonces, las consideraciones de estructura de donde se sostiene lo imaginario, dejando sentado que, planteado el Otro (lo simbólico) como una dimensión y entendiendo que este Otro, a su vez, no puede pensarse como un universo (en virtud del resto inasimilable que implica el objeto a) las nociones de tiempo así como las de espacio se ven subvertidas. (Es obvio que las consideraciones acerca del espacio y la superficie son a tener en cuenta a propósito del dibujo. Menos obvio, pero no por eso, menos importante, es la cuestión del tiempo. Para esta problemática nos han resultado de sumo interés las reflexiones de Kandinsky respecto de la dimensión temporal en la pintura, la búsqueda del ritmo así como la valoración en ella de la repetición).

Consideremos, entonces, esa representación que constituye el estadio del espejo. Por lo pronto, es importante remarcar que el espejo, no es, como podría creerse, un aparato de reflexión. Ya en el acontecimiento del espejo el sujeto se divide en tanto siempre resta algo al campo narcisista. El sujeto no se refleja en el espejo ni en los términos de la identificación simbólica, dado que el Ideal no se refleja sino que se inscribe como rasgo, ni en los términos de lo más investido libidinalmente a nivel corporal, ya que el objeto no es especularizable. Más aun, es solo gracias a ese punto excéntrico, no especularizable, que la imagen se configura como tal, que el sujeto puede verse, y reconocerse, en el espejo. Verse y reconocerse en el espejo supone entrar en los engaños de la especularidad, engaño de estructura que supone, para el sujeto, el necesario desconocimiento del punto desde el cual la imagen se configura: punto fálico, lo llamamos en psicoanálisis, extraño, ajeno al campo de la representación. Punto que, para lo escópico, no se corresponde al campo de la visión sino que constituye la función de la mirada.
Plantear esta esquizia en el campo escópico, esquizia entre la visión y la mirada, es consecuencia de relevar la dimensión, articulable a lo inconsciente, de lo pulsional. (Subrayemos, además, que esta dimensión de lo pulsional tal vez constituya lo más extraordinario de la invención freudiana.) El desconocimiento de esta esquizia, el plantear una relación sin fisura, punto a punto, entre la imagen y el objeto, conlleva la suposición de un sujeto unificado, y unificador. Es momento de recurrir nuevamente a lo que Freud nos enseñara con su trabajo sobre los sueños: el sujeto no se representa en ellos de forma unívoca, está por todas partes, tal vez mejor representado donde menos se reconoce, en los detalles nimios o aun absurdos e incongruentes. El psicoanálisis cuestiona, con su experiencia, el sujeto unificado del cogito y de la conciencia. La concepción cartesiana del ego se ve subvertida. La cosa pensante no se caracteriza por ser indefectiblemente unificada, sino fragmentada y fragmentante. Pero no sólo eso. El otro término de la diferencia que Descartes establece entre res cogitans y res extensa también queda subvertido por el psicoanálisis. De donde habrá que reconsiderar que, si la pulsión hace objeción a una consideración ingenua de la representación y de la imagen, también afecta las concepciones que alberguemos acerca de la extensión. Habrá que cuestionar los a priori kantianos de tiempo y espacio, habrá que redefinir qué entendemos por cuerpo. Ni al sujeto que se define como lo que un significante representa para otro, ni al objeto inespecularizable les conviene una geometría métrica sino aquella, topológica, que pueda aceptar que un punto es capaz de revelar toda la estructura. Función de corte para lo que es del sujeto, función de agujero para lo que es del objeto, a este cuerpo construido según recorridos pulsionales le convienen superficies topológicas capaces de indicar estas funciones. Si para Descartes el cuerpo es extenso, y así, correlato de una teoría del conocimiento, para el psicoanálisis el cuerpo es pensado como un punto de agujero, punto de goce, al que se le añadirá la extensión. Extensión que, subversión de las categorías cartesianas una vez más, son los pienso-cosas inconscientes los encargados de agregarla.

Es evidente que cualquier producción gráfica, cualquier dibujo, pone en juego la cuestión de la imagen, de la representación y, por qué no, una vez más la analogía con los sueños, el tema de la figurabilidad. Permítaseme, ahora, hacer extensivas las consideraciones que planteamos más arriba respecto de la necesariedad de una lectura topológica del estadio del espejo, a toda imagen. (Una salvedad: como anticipábamos en el inicio de este trabajo, nos autorizamos a sostener una posición como la que planteamos a condición de recordar que ésta se valida en las coordenadas del discurso analítico. Es cierto que puede darse, y legítimamente, la extensión de una lectura de estas características a otros campos, por ejemplo, la estética, pero no deberemos olvidar que estas categorías de análisis se nutren en la experiencia específica, en el análisis en intensión. Esto es, no se construyen sino en la experiencia de un sujeto que, hablando, jugando o, para el caso, dibujando, se dirige a Otro, analista, configurando así un espacio transferencial y una demanda específica: ser escuchado en su sufrimiento.)

Un dibujo es, ante todo, una imagen. Como psicoanalistas estamos constreñidos por las exigencias del discurso al que debemos nuestra posición a considerarla, a esta imagen, y como decíamos antes en relación al estadio del espejo, no como un aparato de reflexión sino como un aparato de división. El sujeto en juego se inscribe por un rasgo que tendrá valor significante; la composición gráfica (que haremos corresponder a la dimensión de lo imaginarizable, figurable en términos de yo-ideal) se constituye en virtud de ese punto de agujero que, imposibilitado él mismo de acceder a la representación, organiza desde su lugar de exclusión el campo de lo ofrecido a la visión.
El hecho de que se trate de una imagen no hace objeción, en sí mismo, a su posibilidad de tomar valor significante, entendido el significante desde las consideraciones psicoanalíticas, y no desde lo que de él pueda decir ninguna ciencia positiva, ni siquiera la lingüística. De hecho, aun la palabra puede no ser tomada con ese valor, como es usual en cualquier teorización subsidiaria de un pensamiento centrado en la conciencia o el yo.

Para el niño determinadas imágenes tienen un funcionamiento simbólico. Pensemos en cómo Juanito construye su fobia: en su libro de imágenes, en la misma página donde él mismo muestra la imagen de la caja roja donde la cigüeña trae a los niños, figura otra imagen: la de un caballo al que le están poniendo herraduras. Imagen que contribuirá en la construcción del objeto fóbico, que adquiere todo su valor significante, esto es, queda elevado a la función de articular las relaciones del sujeto con el Otro. Para el caso específico de la fobia, supliendo lo fallido de la función paterna. Aun si no contáramos con este dato precioso que nos aporta el historial, sería de interés no olvidar que la cuestión de la fobia es relativa a la imagen: y así como Juanito arma su fobia con los caballos que él ve, con la imagen de los caballos, enganchados o desenganchados, cayéndose, con esa cosa negra que les cubre los ojos, así también el “Hombre de los lobos” se angustia frente a una imagen. Se trata de fobia a la imagen, no al lobo.

El niño se encuentra en ese tiempo de tránsito, de salida del universo imaginario materno. Para lograr la efectivización de esa salida es necesario que el falo sea simbolizado como significante. El niño hace este trabajo con todos los elementos que encuentra a su alcance y que, contingentemente, le sirvan a este propósito principal. Recurrirá a fantasías, juegos. También a dibujos. Con estos elementos, se harán las operaciones necesarias de la estructura. Mediante todos esos rodeos la transposición simbólica se va produciendo y el niño construye una imagen corporal a la vez que se constituye el saber inconsciente en virtud del cual se irá dialectizando su posición en el fantasma materno, alrededor de la conformación de un rasgo que se inscribe como Ideal, en la separación de un objeto pulsional desde el cual una posición deseante propia y singular pueda ser anclada. Cuando la imagen corporal está consolidada es el tiempo en que el dibujo alcanza sus posibilidades de figurabilidad y expresión. La forma, instrumento del dibujo, accede a la representación del objeto y la relación entre espacio y superficie se complejiza. Estamos aceptando la relación, establecida ya desde larga data en la experiencia de los psicoanalistas, de la relación entre el dibujo y la construcción del esquema corporal, y lo que ambos, dibujo y esquema corporal, le deben al inconsciente. De todos modos, no coincidiremos con quienes sostienen que el dibujo y la producción gráfica en general tienen, respecto del inconsciente, una relación de mayor primariedad que la palabra. Como Sophie Morgenstern, para quien el grafismo se asentaría en la representación-cosa freudiana. Esta posición implica sostener que la representación-cosa y representación-palabra se corresponden a entes positivos del mundo, de la realidad: la representación-cosa para el grafismo, la representación-palabra para la palabra efectivamente hablada. Diremos más bien que hay de la representación-cosa en la palabra y de la palabra en el dibujo.

Al sujeto del inconsciente habrá que pensarlo en relación al espacio del Otro y la superficie se estructurará según un mapeo en el que se dan a leer las trazas de los recorridos pulsionales, las marcas del deseo. Tomar el dibujo en su dimensión representacional, es tomar la imagen como espejo que reflejaría el objeto. Si el dibujo es leído de esta manera, quien lee, el analista, está tomando la imagen en su plenitud imaginaria, posición que supone leer desde un lugar de identificación a la posición niño:
creencia en el falo imaginario tomando el todo de la representación de manera homóloga al todo del universo materno.
La primera operación de barramiento de este todismo es operar un corte en lo que se ofrece a ser visto, desentenderse del sentido visual evidente. Si el sujeto es punto de corte, en principio este corte opera subvirtiendo lo que la tendencia a la figurabilidad, regida en buena medida desde las condiciones que impone la censura, ofrece a la visión, como material representable, para ser comprendido y entendido. Lo que se despliega en la superficie de la hoja, o de la pizarra, es lo que, de la estructura subjetiva, el niño “se puede representar” suponiendo saber lo que quiere dibujar. Pero en esto desplegado quedarán las marcas del punto donde el sujeto se inscribe sin saberlo, así como los restos que, no ofrecidos propositivamente a ser vistos, organizan, sin embargo, el campo visual. Punto de mirada.

Habrá que buscar los trazos en los que la pulsión de dominio, sin que el niño pueda, concientemente, saber de ella, ha dejado marca del trabajo de dibujar, escribir, decir la estructura. Allí donde la forma se revela incongruente respecto de lo que se supone querer representar se hace indicio del sujeto del inconsciente. El trazo puede trasponerse en letra: pensamos en Claudia, una niña de seis años que dibujaba figuras femeninas en que el cuerpo aparentaba la forma de un corazón, forma que ocultaba, a la vez que mostraba la inscripción de la letra m, letra que aparecía redoblada en la forma de unas montañas, así como en el cuerpo de otros personajes que, con los brazos abiertos, daban lugar a que esta letra se escribiera. La insistencia y la repetición, sus juegos, además de ciertas verbalizaciones que acompañaban a éstos, así como a la producción de sus dibujos nos autorizaron a leer esa m como la de mamá, y en esa m el intento de inscripción del cuerpo materno. M era, además, la inicial del nombre de una suerte de “doble” de su madre; amiga íntima de ésta, así como la paciente lo era de la hija de M. De M también cabe señalar que era la persona a través de quien Claudia había llegado a mi consulta.
No sólo la forma, también el color puede mostrar su dimensión escritural. Eric Porge, en su trabajo “Una fobia de la letra: la dislexia como síntoma”, ofrece un ejemplo en este sentido. Cito: “En el dibujo del 24-9-81 Luis comete un lapsus calami sólo por medio del color: dibuja la pierna izquierda del monigote más corta que la derecha. Después tacha el trazo horizontal y prolonga la pierna. Luego colorea las piernas de rojo. Pero entonces la base de la pierna derecha ya no está coloreada de rojo sino de amarillo, por debajo del trazo marcado en la pierna izquierda. El error de dibujo cometido en la pierna izquierda se repite y se desplaza corregido a la pierna derecha.
Sobre el dibujo del 3-12-81 se asiste expresamente a la puesta en correspondencia de letras en colores. Una misma letra puede corresponder a varios colores: a al rojo, anaranjado, verde; i al rosa, amarillo, L al marrón; o al violeta. Pero el mismo color no está repetido. Por lo tanto, el sistema de los colores es para él más variado que el del alfabeto y menos equívoco.”

Si, como sostenemos en nuestro primer ejemplo, esa m que leemos en los dibujos que Claudia produce en el transcurso de su análisis, es inscripción traspuesta del cuerpo materno, es en virtud de que un trabajo de pérdida se ha operado. La inmediatez del cuerpo materno se ha perdido y, con ella, algo del cuerpo propio también, produciendo un vacío que nos mira. La m, mientras enigmática, nos mira en su condición de ropaje de ese vacío estructurante. Cuando insiste desplazándose en su repetición, cuando se traspone en otras escenas gráficas, cuando en relación a ella la función fonadora del falo permite que se articule a la palabra, esa primera operación de lectura que consiste en dejarse mirar por ella, dará lugar a otra que, articulación significante mediante, posibilitará la interpretación.
En relación a la imagen, pero también en relación a la palabra, la posición del analista no será la de conformarse en las plenitudes del espejo. Tampoco la de esa otra fascinación consistente en adular las virtudes de la pura presencia y del sinsentido del objeto (en su presentación de traza, huella, letra), recusando el nivel de la significación.
Ni ejercicio de la creencia ni ejercicio de la tautología es en el entre-dos que se producirá la lectura y la interpretación analítica.

Bibliografía:

Didi-Huberman, G.: Lo que vemos, lo que nos mira, Buenos Aires, Manantial, 1997.
Freud, S.: “La interpretación de los sueños” en Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu editores, Tomos IV y V, 1979.
Freud, S.: “El uso de la interpretación de los sueños en el psicoanálisis”, en op.cit., Tomo XII, 1980.
Kandinsky, V.: Sobre lo espiritual en el arte, Buenos Aires, Andrómeda, 1997.
Lacan, J.: “El estadio del espejo como formador de la función del yo tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica” en Lectura estructuralista de Freud, México, Siglo XXI editores, 1971.
Lacan, J.: El Seminario de Jacques Lacan. Libro 4. La relación de objeto, Barcelona, Paidós, 1994.
Lacan, J.: El Seminario XII. Problemas cruciales del psicoanálisis, inédito.
Lacan, J.: El Seminario XIII. El objeto del psicoanálisis, inédito.
Porge, E.: “Una fobia de la letra: la dislexia como síntoma” en littoral, blasones de la fobia, Córdoba, editorial la torre abolida, 1987.

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