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Juego, fantasma y transmisión

Aída Dinerstein

El enunciado judío de que Dios habría hecho el mundo de nada despeja, según Lacan, la vía al objeto de la ciencia y no es sino en este camino que Pascal se nos revela como habiendo hecho un aporte sin par.

La mamá de Martín consulta porque éste, de cuatro años de edad, se chupa el dedo constantemente y además, desde que se inició en el caminar, esto es a los diez meses, se cae con suma frecuencia. “Se caía y parecía que le explotaba la cabeza. Yo escuchaba un golpe en la cabeza y me enloquecía. Los chichones en la cabeza es algo normal tenerlos, en la frente tiene un callo de tanto caerse. Tengo una colección de radiografías, los médicos radiólogos me ven venir y me preguntan ¨ ¿Qué le pasa a Martín otra vez?”

Esta señora se embaraza de este niño, para su sorpresa, apenas concluido el período de amamantamiento de su hija mayor. Pero un accidente de la historia de relevante significatividad es que la noticia de que está esperando un segundo hijo es prácticamente coincidente con aquella otra de que su hermano, de veinte años, a quien habían diagnosticado un tumor cerebral hacía dos, moriría en poco tiempo. Cosa que ocurrió en un plazo de dos meses. “Yo había dejado de amamantar a Erika, me vino una menstruación, después tuve una pérdida. Al mes siguiente fui al médico esperando que me diga cualquier cosa menos que estaba embarazada. Yo esperaba que me dijera que era un problema hormonal, nervioso, emocional…, el médico me lo tuvo que repetir cuatro veces hasta que me entró en la cabeza.”

“En la sala de partos me pasó algo extraño. Mientras nacía Martín yo sentía la presencia de mi hermano, detrás mío, a la izquierda. Cuando se lo llevaron a revisarlo, él ya no estaba conmigo, ya no sentía la presencia de mi hermano. En la habitación, cuando me lo trajeron al nene, sentí otra vez la presencia de mi hermano. Después, nunca más. Yo era como que los juntaba a mi hermano y a Martín, pero después de hablar con S.(una psicóloga con quien tuvo una serie de entrevistas) entendí que Martín tiene su vida y mi hermano la suya.”

“Mi hermano tenía cosas muy parecidas a Martín, no en la forma de ser sino en las orejitas, pegaditas y chiquititas, las manos gorditas, y este dedo que yo tengo torcido igual que mi hermano y que Martín.”

El papá de Martín tiene el mismo nombre de pila que su cuñado muerto. Tiene un negocio de venta de peces y Martín, niño a quien su terapeuta describe como despierto, rápido, vivaz, habla mucho de él, de cómo lo ayuda en el negocio, de los nombres de los peces y cómo los distingue insistiendo sobre todo en sus hábitos alimenticios: “hay uno que se llama grandulón que se come a las cebritas, otro con cruces que come y puede picarte y si uno mete la mano te puede comer el dedo. Yo ni loco meto la mano.”

En sus sesiones juega con autos y muñecos a los que divide en buenos y malos que luchan, chocan, mueren. A los muñecos se les corta la cabeza, a los autos se les rompe la trompa.

Un oso al que se le abre muy grande la boca es elegido de la caja de juguetes. Un hombrecito se mete dentro de la boca del oso y es tragado.

Martín, entonces, se chupa el dedo y se cae con frecuencia, golpeándose la cabeza. ¿Cómo se ofrece esto a la lectura de un analista?

Si los tomáramos como datos, meras descripciones de la conducta del niño, inspirados en una psicología evolutiva o una psiquiatría infantil que prejuzgaran acerca del anacronismo o autodestructividad supuestos en tales acciones, nos encontraríamos presos de concepciones que, por muy sofisticadas que puedan ser en sus explicaciones, no son sino tributarias de un pensamiento dirigido a exaltar las bondades de lo esférico. Una conducta “x” adjudicable a un sujeto “y” se cierran en la idea de unidad, tanto en lo que respecta al sujeto como al sentido.

Borges, leyendo a Pascal señala, con su habitual agudeza, que en la edición crítica de Tournier, de los Pensamientos, donde se reproducen las vacilaciones y tachaduras del manuscrito, a propósito de esa esfera infinita que sería la naturaleza, Pascal empezó a escribir effroyable, espantosa, de donde el original pensamiento pascaliano sería: “Una esfera espantosa, cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna.”

Es sólo en la articulación de una lógica que el analista podrá operar en su campo: el del inconsciente estructurado como un lenguaje. Es por eso que propondré‚ que es de su responsabilidad y de la ética de su deseo tomar, tanto el “Martín se chupa el dedo” como el “Se cae y se golpea la cabeza” en su dimensión de juego.

Un interlocutor inadvertido podría, con todo derecho, cuestionarme en este punto. ¿Qué
tiene de juego el chuparse el dedo? ¿Hay algo más alejado del niñito que al palo de escoba lo hace ser una nave espacial, que éste que se llena la cabeza de chichones haciendo que
su madre corra enloquecida al hospital?

Pero es que hay algo de lo que el psicoanalista debe estar advertido y que forma parte ineludible de lo que no puede no saber y esto es que si él es llamado a ese lugar de la transferencia, en las más rudimentarias y originarias de las acciones humanas un sujeto
debe ser supuesto.

¿Qué ese juego fuese impuesto por el deseo del analista eliminaría que ese juego fuera real?

Lacan lee a Pascal no como el teólogo jansenista que argumentaría en una vía metafísica sobre la existencia de Dios sino como el genio matemático que coloca la cuestión de Dios en el marco de un infinito concebido formalmente y de una incertidumbre que hace límite al dogmatismo de la razón cartesiana.

En el punto en que un yo no se afirma sino en la duda, ahí donde el cogito cartesiano instaura un sujeto para la modernidad, en una operación que produce, aunque inadvertida, su propia sutura en la medida en que, de la verdad, el garante será el Otro, ahí mismo Pascal reabre la hiancia. Porque la apuesta que hace con su partenaire entre el infinito y
la nada es un juego reglado y como tal, calculable. En un juego que es a cara o cruz hay certeza del riesgo e incertidumbre en la ganancia, pero los términos, tanto en lo que respecta a las ganancias y a las pérdidas como a la relación que guardan entre sí la nada que se arriesga y el infinito que podría ganarse están sujetos a un cálculo y una proporción matemáticos. Pascal demuestra una certidumbre incierta y paradojal ante la que la razón, impotente, se detiene. No es posible no apostar, la apuesta es insoslayable, necesaria, no hay vida sin apuesta ya que es la vida misma lo que está en juego.

Lacan lee en la estructura de la apuesta como juego la estructura del sujeto mismo. La apuesta divide al sujeto (no son pocos los que señalan que Pascal y su interlocutor no son sino él mismo desgarrado entre la creencia y la increencia) siendo esa nada que él, el sujeto, es como objeto a lo que deberá ser arriesgado para obtener como ganancia el Padre incierto.

Al Dios pascaliano, Lucien Goldmann lo define como el Dios oculto y es en esta línea que
Lacan ubica, ahí donde la apuesta acomoda sobre la función del Padre, la aletheia heideggeriana identificándola a la Urverdrangung freudiana.

Aletheia, una verdad que se desoculta, ocultándose, la apuesta plantea una estructura, pero en la que se introduce algo no completamente calculable, el inconsciente con su agujero irreductible, verdad cierta en su incerteza.

De donde el Otro ya no es garante de la verdad, sino, cosa bien distinta, lugar de la verdad. Esta diferencia la encontramos marcada en la distinción entre creer que Dios existe y “apuesto que Dios existe”. En tanto la apuesta siempre es al menos entre dos términos, el otro término, “Dios no existe” subsiste por debajo de la barra. Una barra que es leída en el “o” que es necesario agregar lo que, por paradójico que resulte, asegura la referencia. Esa referencia sostenida en el “o” de la disyunción y que constituye a ese Otro necesariamente marcado por la barra que se instaura por el hecho mismo del discurso. El Otro deviene indeterminado y “reducido a esta alternativa de la existencia…o no. Y a nada más.”

Lacan concibe a la apuesta de Pascal como marco de toda acción humana, ya que se trata de la relación a la verdad allí donde el sujeto está formado en la dependencia del significante.

Este objeto a, esta nada que somos y que debemos apostar para ganar la verdad del Padre incierto se articula en el fantasma al que debemos concebir como inscripto en el lugar mismo del inconsciente. Ya el juego del fort-dá puede ser leído en estos términos: una gramática pulsional que en su recorrido recorta un sujeto, pero sólo en la medida en que hace borde a un objeto que se configura como perdido, inasimilable a toda posibilidad de representación. Pero este mismo movimiento, por la gramática que allí está puesta en juego instaura este Otro barrado, Padre inconsciente. No es pensable el objeto a sin su articulación a la función del Nombre del Padre y esto es a ser leído en las primeras formaciones fantasmáticas. A ellas corresponde el juego del niño.

“Lo propio del juego, desde el juego del niño hasta el juego que se llama de azar, hasta … la teoría de los juegos, …, y el análisis, que tiene todas las características de un juego, lo propio del juego es que siempre -aunque está enmascarada- es una regla. Desde sus formas más simples hasta las más elaboradas.” Lacan, Seminario XII, Clase del l9 de mayo de l965.

Es en este sentido que sosteníamos más arriba que “Martín se chupa el dedo”, “Martín se cae y se golpea la cabeza” debían tomarse en su dimensión de juego.

A esto, repugnante para el sentido común y la buena forma, somos convocados en tanto psicoanalistas. Porque, si bien no desconocemos que la represión, en tanto propiamente dicha, no está plenamente instaurada, esto es, Martín no es Juanito, y el dedo o su cabeza no podemos entenderlos como subsidiarios de una operación metafórica como la que da lugar a la fobia a los caballos, sí pensamos que ciertas operaciones de desplazamiento se han producido. Operaciones que corresponden a los primeros trayectos pulsionales con la gramática que les es propia. Chuparse el dedo, golpearse la cabeza, no son la vivencia primaria de satisfacción, ya que, por estructura, ésta es imposible de ser alcanzada.

Lo que nos autoriza a leer en ellos los primeros mojones de lo que sería una respuesta fantasmática al enigma del deseo del Otro, así como a reconocer el valor fálico que les es propio consignado en el carácter fetichista que han tomado ciertas zonas privilegiadas del cuerpo.

Para abonar a esta idea del carácter de juego (insistimos, no tanto en su acepción lúdica, sino de apuesta) de lo que recortamos en el caso que nos ocupa, y para mostrar un punto que permite leer cómo una cierta sintaxis subtiende el hacer de Martín, voy a agregar un dato recogido por la analista en una de sus sesiones. Martín comenta, cuando se le pregunta sobre las caídas: “Yo me hago el tonto, y me caigo.” De donde “tonto” deviene una palabra puente que articularía el “chuparse el dedo” con las caídas.

Si es necesario partir de la hipótesis que el niño es el objeto a, el único, auténtico, real ya que a ese título contiene al deseante y que en el escenario de los intercambios entre él y su madre llega un momento en que él se da cuenta de que hay algo que existe de lo que nada sabe concerniente al deseo de su madre, se hace posible deducir que en relación a esa incógnita que el psicoanálisis denomina falo, el niño movilizará todos sus recursos en la invención de un saber en un intento de llenar con algún argumento esa “x” enigmática.

Un dedo dentro de la boca, una cabeza marcada a golpes, uno que se hace tonto, son argumento de la función de esa variable indispensable en la constitución del orden simbólico.

Una advertencia indispensable. El material que presentamos tiene la desventaja y el riesgo de que nos veamos tentados por la correlación fácilmente ofrecida entre las zonas corporales recortadas desde las fijaciones del niño y el valor significante que esto tiene en el discurso y la historia de la madre. Engaño de lo imaginario.

No hay duda de que el niño tomará de los significantes de la historia y el discurso de los otros significativos la estofa con que armar su fantasma y así, la historia y el discurso de los padres se articularán con los padecimientos del hijo. Necesarios, pero no suficientes, no está allí el factor traumático, eficaz. Si la falta es de estructura, si la pulsión contornea su objeto, pero sin jamás alcanzarlo porque éste se constituye intrínsecamente como perdido, si la incógnita del falo y el enigma del deseo del Otro son constitutivos de lo simbólico, es a esto a lo que responderá el pequeño Edipo en la articulación de su saber. La exigencia del inconsciente por la figurabilidad será razón de que se tomen los elementos que se encuentran a disposición. No se trata de desconocer esta exigencia y esta participación en la serie de la sobredeterminación, pero a condición de no olvidar que la participación significante es según el modo de la contingencia. Lo necesario es a ser buscado, y encontrado, en otro registro.

El padre traumático es el padre inconsciente y a este registro no responden los accidentes de la historia sino para revestir los elementos de la estructura. En cambio, son las fantasías primordiales: retorno al vientre materno, seducción, escena primaria, se pega a un niño, comunes a todos los sujetos, así como a la psicología de los pueblos las que ofrecen el escenario propicio para que las condiciones económicas y dinámicas de producción del saber inconsciente encuentren la fuerza y los caminos para vérselas con la herida incicatrizable: la castración.

Tanto es así que si el niño no encuentra en su entorno los acontecimientos que le justifiquen el armado de estas escenas, es muy simple: los inventa. Freud es inequívoco en este punto explicitándolo en nota a pie de página en el historial de Juanito.

En este entendimiento ¿no sería más fructífero remitir a Martín a cuentos infantiles como Pulgarcito o Pinocho, y por qué no, al relato bíblico de Jonás y la ballena?

Todos nacemos como objeto a caído del deseo de nuestros padres, todos, en la asunción del orden simbólico y de las cuestiones del sexo y de la existencia tenemos que vérnoslas con ese Padre que, reprimido, renegado o forcluido, hace función de límite y que, en ningún caso coincide ni con una persona ni con un atributo, todos, en fin, tenemos la tarea de hacer borde a esa apertura en que nacemos en relación al Otro, borde cuya primera forma es ese yo que se constituye en el estadio del espejo. Esto es lo que se transmite de padres a hijos, de generación en generación. Objeto, padre, -phi, son los nombres, las marcas escriturales de la falta estructural que son transmitidas para la reproducción del orden humano. Lo que se transmite es del orden de la letra y de ahí la paradoja de que una transmisión lograda es justamente aquella que da posibilidad a lo diferente. Fuera de sentido, si la transmisión no lo fuera, seríamos clones y no sujetos confrontados a responder a y por lo transmitido desde un deseo singular.

Lo que se transmite son los restos de las formas significantes vehiculizando algo enigmático que marca tanto una ruptura irremediable que subsiste entre las generaciones como una relación conservada con lo que no se comprende. Es en los restos metonímicos, en los puntos donde la metáfora fracasa o no ha sido lograda donde Lacan nos enseña a buscar lo que él denomina “las partículas, los entretelones significantes.”

De ahí que las cuestiones relativas a la transmisión solo pueden ser pensadas a condición de concebirlas articuladas a esa dimensión opaca de las palabras, en el limite del lenguaje, allí donde éste revela su función poética.

El sujeto, como el buen traductor de Benjamin, debe prescindir en gran parte del sentido, y sólo así, lo intangible, lo secreto, lo poético, serán transmitidos.

Por último, y como transmisión es deuda, quisiera expresar la mía para con la Licenciada Florencia Vidal Domínguez quien tuvo la generosidad de autorizarme a trabajar con algunos restos del material de su pequeño paciente para hacerlos pasar ante ustedes. –

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