Texto

La voz áfona

Daniel Braun

                                                               “Si se sitúa el origen a del superyo, quizás muchas cosas se vuelvan más claras”  J. Lacan

I.

En su libro “Una voz y nada más” el esloveno Mladen Dolar relata la siguiente historia: en una batalla hay una compañía de soldados italianos en las trincheras; en cierto momento el comandante ordena: “¡Soldados, al ataque!”. Lo hace en voz alta y clara, para ser escuchado pese al estrépito del combate, pero nada sucede, nadie se mueve. Perplejo, el oficial se incorpora y repite, en voz aún más alta, “¡Soldados, al ataque!”. Respuesta: ninguna, la misma inmovilidad. Ya furioso, el comandante grita, con todo el despliegue de su voz: “¡Soldados, ataquen!”. Nuevamente nadie se mueve, pero esta vez algo ocurre: una pequeña voz se eleva apenas desde la trinchera, diciendo elogiosamente:“¡Che bella voce!”.

Interpelados como guerreros, los soldados italianos responden como amantes del bel canto: la leyenda dice que los italianos son más amantes de la ópera, del dolce far niente, de las mujeres, que del combate… Seguramente otra hubiera sido la respuesta si hubieran escuchado: “Soldados, el pueblo vecino está lleno de bellas mujeres, tienen la tarde libre”.  Falla la interpelación del comandante, pero funciona otra, producida por los soldados con su interpretación, que les permite desentenderse de la orden. ¿Qué operación efectúan sobre lo oído, que les permite separar escuchar de obedecer?

II.

La voz estuvo siempre ahí: en el habla o fuera de ella, más acá o más allá del significante, desde el hipo de Aristófanes a la tos y la afonía de Dora, el balbuceo del infans, el grito, el canto. Freud no podía dejar de prestarle atención: elemento clave del desfasaje temporal, lo oído es el núcleo alrededor del cual se teje la fantasía.

Escuchada sin comprender, la voz, que no contribuye a producir sentido, es seguida  por el significante en una dicotomía inaugural, incluso antinómica, que habrá de persistir. Freud enfatiza el origen vocal del superyo, afirmando que es imposible negar el origen de la instancia en lo oído. Lacan postula que esa vocalidad es, en verdad, el rasgo constitutivo del superyo. Pero complejiza la cuestión; en el grafo del deseo encontramos una línea que va desde el significante a la voz: ésta aparece allí como resultado de la operación significante. Más precisamente, esta operación ha dejado un resto: el objeto voz.  De esta manera ubica a la voz como lo que está primero, pero también como resto caído de la significación, permitiendo inscribirla en la lista de los objetos, claro que vaciada de su materialidad sonora, de sus aspectos fenoménicos: timbre, altura, intensidad, etc. Esa materialidad es la cobertura del objeto: áfona, silenciosa, la voz-objeto es indispensable para que cualquier decir sea posible. En todo decir ella resuena silenciosa y secretamente, modelando nuestro vacío[1].

Una voz no se asimila, sino que se incorpora; así, perdura en el interior del sujeto como un punto de íntima extranjeridad. A partir de su incorporación, llama al sujeto a comparecer como deseante, al tiempo que es también significada como imperativo de obediencia, anclado en el masoquismo originario. ¿Es posible la diferenciación, entre ambos aspectos? ¿O ambas vertientes son por completo indiscernibles? En otros términos, ¿es posible alguna separación entre la instancia y el objeto?

Origen a del superyo: el superyo, entonces, no es la voz, el superyo finge ser la voz y de esta manera clausura el silencio del objeto, lo obtura con palabras, injurias, órdenes.

En el seminario sobre las psicosis, Lacan afirma que, si bien quien escucha está conducido, aún así cuenta con margen para contrariar, para responder, para efectuar alguna maniobra en relación a esa voz; tiene cierto poder para decidir el destino de la voz. Lacan utiliza, inclusive, una curiosa formulación: una “preparación gimnástica especial”, afirma, permitiría disponer de una fuerza que rechace lo escuchado. ¿Es acaso el psicoanálisis una askesis que permite alguna declinación de lo oído? Declinación, descenso, despliegue de diversas maneras de interpretación que transfieran algo de los efectos de poder del emisor de la voz al oyente, allí donde el superyo ha petrificado el sentido consagrando al servicio de su ferocidad lo oído.

Dado que el  sujeto es el resultado de una  división no exacta, las incidencias del Nombre del Padre dejan mayor o menor espacio a la instancia superyoica[2], que exige que no quede resto, que demanda brutalmente que la voz se agregue al significante ideal; su exigencia es que la voz -que viene del Otro pero que no es parte de él, sino del vacío en él y que se ubica en la intersección en la que el sujeto y el Otro coinciden en su falta común encarnada en ese objeto que no es de ninguno de los dos, en tanto resultado de la operación estructural- “pertenezca” al Otro. La cura no tiende a la totalización del sujeto, por ser ésta lógicamente imposible: esta imposibilidad estructural funda un campo en el que es factible diferenciar escuchar de obedecer. La posición del analista  -su silencio- consiste entonces en hacerse agente de una voz que coincide con el silencio pulsional, permitiendo que un analizante oiga su propio decir sobre el telón de fondo de ese silencio, retornando el mensaje del deseo como una voz  pulsional,. El trabajo del análisis, desde esta perspectiva, apunta a reducir el espacio de la instancia superyoica.

III.

El canto es una de las manifestaciones de la voz donde se aprecia más claramente su carácter excedente respecto del significado. Los soldados italianos, optando por la veneración estética, por el gusto por la voz fenoménica, encuentran una vía para equivocar el mensaje y eludir el deber de obediencia: “gozamos de tu hermosa voz más allá de la orden de combatir” podría ser la fórmula de su interpretación. Arrebatan al emisor el poder, la dominación, al precio de fetichizar la voz: dada la concentración masiva de la voz en el canto, su veneración, al tiempo que la evoca, se erige en la mayor defensa contra el objeto.[3]

El imperativo dice ¡“Goza”!, el superyo lo hace causa de masoquismo. Arriesguemos entonces una hipótesis: si un análisis sustrae al superyo la univocidad de su mandato insensato, reintroduce una ambigüedad que enrarece lo indiscernible de las vertientes del llamado[4], y así el imperativo de obediencia puede ser declinado enllamado imperioso… a hablar, a retomar siempre el hilo de los encadenamientos simbólicos del discurso.

Publicado en Conjetural Revista Psicoanalítica Nº 61


[1] ¿Es el silencio el secreto de la irresistible voz de las sirenas?  Esto propone Kafka, en su versión del mito: “Para protegerse de las sirenas, Odiseo se taponó los oídos con cera y se hizo encadenar al mástil(…). Pero resulta que las sirenas tienen un arma aún más irresistible que su canto: su silencio. Cabe imaginar, aunque nunca ha sucedido, que alguien pudiera escapara a los efectos de su canto; pero a los de su silencio, jamás”. Pero las sirenas no solo callan: “Sin embargo, Odiseo no oyó su silencio, si puede decirse así: al principio las vió por un momento arquear el cuello y respirar hondo, vió sus ojos arrasados en lágrimas y sus bocas semiabiertas, pero creyó que todo eso formaba parte de las arias que sonaban a su alrededor sin ser oídas”. ¿Las sirenasfingen cantar?  (De El silencio de las sirenas, Ed. DeBolsillo, Buenos Aires, 2008)

[2] cf. Sara Glasman, “El Superyo, nombre perverso del padre” en Conjetural N°2, Ed. Sitio, Buenos Aires, 1983

[3] Retomamos aquí el comentario de Alberto Marchilli (“La voz y el fetiche”, en Conjetural 3, Ediciones Sitio, Buenos Aires, 1984) sobre un caso de fetichismo publicado por H.A. Bunker Jr., en The Psychoanalytic Quarterly: se trataba de las voces de prima donnas que el paciente escuchaba en teatros o coleccionaba en discos de difícil obtención. De su descripción deduce Marchilli un dato que Bunker no había presentado, pero que todo indicaba: el sujeto no debía entender casi nada de aquello que las prima donnas cantaban en otra lengua.

[4]   cf.  Haimovich, Edgardo, “Ambigüedad y diferencia significante”, en Conjetural 55, Ediciones Sitio, Buenos Aires, 2011: la ambigüedad, afectando la relación entre términos antitéticos, imposibilita una distinción limpia entre ambos pero permite, agregamos, operar entre sus términos.

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