De la inquietante extrañeza al sinthome
Autor: Eduardo Laso
Two Strangers who Meet Five Times de Marcus Markou[1]
A lo largo de toda una vida, Alistair y Samir cruzarán sus destinos cinco veces. Cada vez que se encuentren, lo harán como dos extraños, ya sea porque uno no recuerde al otro, o porque uno simule no recordarlo. Y cada encuentro tendrá consecuencias para ambos.[2] El realizador Marcus Markou presenta estos encuentros de manera no cronológica, ubicando el primer encuentro entre el cuarto y el quinto. De esta manera logra un efecto de resignificación sobre los motivos del desencuentro que desencadena el drama entre ellos, así como un impacto emocional sorpresivo en el espectador.
Detengámonos en el término stranger del título en inglés. Significa por un lado extraño, con sus connotaciones de desconocido y familiar que lo vincula al término freudiano Umheimlich (inquietante, siniestro). Es también extranjero, alguien de otra patria, de otro origen que el propio. El otro semejante es siempre stranger, ya que aúna lo desconocido, lo extraño, lo extranjero. Pero si algo revela la experiencia de lo inconsciente es que stranger no sólo es el semejante, sino también uno mismo. Freud hablaba del extranjero interior, y Lacan de extimidad: algo que es al mismo íntimo y exterior. Lo inconsciente supone un sujeto dividido entre saber y verdad. Verdad que se semidice en las formaciones de lo inconsciente, y es vivida por el yo como extraña y no sabida. La existencia de lo inconsciente implica que no se puede al mismo tiempo hablar y saber desde dónde se habla. Del mismo modo, al acto le falta un saber, que luego puede llegar o no, siempre a destiempo de la producción del mismo.
Por la existencia de lo inconsciente, hay una opacidad estructural de la subjetividad, que queda velada con el yo con el que nos identificamos. El imaginario narcisista constituye a los objetos y al sí mismo con atributos de permanencia, identidad y sustancialidad, produciendo la ilusión de que somos accesibles a nosotros, que no seríamos extranjeros de nosotros mismos. Permanece sin embargo irreductible la inaccesibilidad del otro, de suerte que el encuentro con el semejante se me presenta como enigma, extrañeza, cuando en verdad no es menos enigmático el lugar desde donde hablo y deseo. Esta falta de conocimiento se suple con reconocimiento: puedo no saber nada del otro, pero puedo reconocerlo en su existencia en tanto otro. Y puedo suponerle atributos desde el marco del propio fantasma.
Reconocimiento
El reconocimiento del Otro es una operación fundante de la constitución del sujeto desde el inicio, como lo prueba la clínica cuando ésta falta. El humano recién nacido necesita que el Otro materno lo reconozca en su existencia, en su valor fálico y en su diferencia respecto del ideal fálico. Lo que requiere un amor del Otro que haga condescender el goce al deseo (que no tome al bebé como objeto de goce sino como sujeto), donando la falta en ser que lo aloje en calidad de falo (como objeto valioso que encarna la causa de su deseo), y tolerar aquello del hijo que no encaja con el ideal fálico y que por lo tanto no completa. Un amor que admita el desencuentro y la diferencia.
La relación al primer Otro puede fallar en alguna de estas tres dimensiones del reconocimiento: puede no haber reconocimiento de existencia, o el valor fálico, o de diferencia con el falo idealizado. Cada uno de estos no reconocimientos tiene efectos diferentes, que repercuten posteriormente en la posibilidad de reconocer en el otro a un prójimo, y no sólo a un extraño inquietante.
Presentar un corto en el que se alcanza un conmovedor final de reencuentro entre dos sujetos que se tratan con dignidad luego de atravesar desencuentros signados por la discriminación, supone cierto riesgo. Es que lo que se suele acentuar de la transmisión en psicoanálisis vinculado a la relación al semejante, es lo que Freud planteó en Malestar en la cultura, a propósito del mandamiento cristiano del amor al prójimo, posiblemente una de las páginas más furiosas que haya escrito el padre del psicoanálisis.[3]
Freud se enoja con que el amor al prójimo sea un mandamiento. ¿Se puede mandar a amar? ¿De qué maneras se obedecería semejante orden? Se muestra perplejo ante un mandato estrictamente superyoico que pone al sujeto en posición masoquista ante el semejante, porque se presenta como insensato (¿por qué deberíamos amar a desconocidos?), en detrimento del propio sujeto (¿de qué nos valdría hacerlo?) y de cumplimiento imposible (¿cómo sería posible llevarlo a cabo?). Freud recuerda que el amor le impone al sujeto deberes que implican sacrificios en favor del objeto amado. Invierte así el lugar de lo mandatorio: es el amor el que impone deberes, y no el mandamiento lo que impone amar. Obedecer un mandato no es lo mismo que ser causado por un deseo amoroso: no hay manera de que por vía de la obediencia a una orden se llegue a idealizar al otro como objeto de amor.
Pero Freud da un paso más al caracterizar al extraño semejante que es el prójimo: de no ser digno de mi amor, pasa a ser digno de hostilidad y odio. Pero si el extraño no es digno de amor, ¿por qué en cambio sí lo sería de mi odio? Freud asume como normal que supongamos al otro como potencial enemigo y amenaza de goce. Pero que el otro extraño me sea afectivamente indiferente, vale también para el otro respecto de uno. Este viraje freudiano de la indiferencia al odio es, por lo menos, paranoide.[4] Freud introduce el componente agresivo para caracterizar al prójimo, que no es más que uno mismo, para decir que: “En consecuencia, el prójimo no es solamente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión, explotar su fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su consentimiento, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, infligirle dolores, martirizarlo y asesinarlo. «Homo homini lupus»: ¿quién, en vista de las experiencias de la vida y de la historia, osaría poner en entredicho tal apotegma?”.[5] Aquí Freud parece evocar a Sade, Marx y Nietzsche.
La fuerza de este párrafo requiere invertir el orden del planteo, para decir, también con Freud, que el prójimo no es solamente inminencia de goce que amenaza parasitarnos: es también posible auxiliar para el sujeto, y objeto amoroso y sexual. Y, por sobre todo, como ya planteaba desde el Proyecto de una psicología para neurólogos, la fuente verdadera de la ética.[6] Todo el asunto está en pensar por qué vías se elige uno u otro camino. Freud señala que: “Bajo circunstancias propicias, cuando están ausentes las fuerzas anímicas contrarias que suelen inhibirla, se exterioriza también espontáneamente [la agresividad], desenmascara a los seres humanos como bestias salvajes que ni siquiera respetan a los miembros de su propia especie”.[7] Se trata de la presencia o ausencia de las fuerzas anímicas que inhiben la crueldad: la inscripción o no de la ley simbólica del no-todo goce, la incorporación de un Ideal del Yo que articula deseo y Ley. Hay una ambigüedad en Freud por la cual por un lado plantea la constitución de la subjetividad ligada a la relación amorosa al primer Otro (el complejo del semejante) como base de la moral, y al mismo tiempo sitúa al otro semejante como amenaza de goce. Pero esa ambigüedad responde a cuestiones estructurales ligadas a la división subjetiva. Las razones del odio al otro se basan en:
- La incognoscibilidad radical del otro [i (a)].
- El malentendido efecto del lenguaje [Ⱥ].
- La dependencia de lo inconsciente singular de cada quien ($ ◊ a).
- Las diferencias y destiempos pulsionales ($ ◊ D): el simbólico particular con el que se constituyó cada sujeto le permite cierto trato con lo real del goce (lo particular de las costumbres alimentarias, rituales, etc. ligadas a una comunidad de origen). El narcisismo de las pequeñas diferencias se vincula con estas diversidades en el tratamiento del goce fundadas en diferencias sexuales, de clase, de etnia, y del propio sujeto.
Freud sostiene la inutilidad de un mandato al amor al prójimo al decir que “…si, siendo un extraño, me demuestra consideración y respeto, yo estoy dispuesto sin más, sin necesidad de precepto alguno, a retribuirle con la misma moneda”.[8] Estamos en el campo de las relaciones especulares, donde el argumento vale en las dos vías: también se puede decir que si yo, siendo un extraño para el otro, le demuestro consideración y respeto, apuesto así a que me retribuya con la misma moneda. Si invoco al otro extranjero al lugar de prójimo, es posible atravesar el fantasma de amenaza. De pronto, el extraño pasa de encarnar un goce amenazante, a sujeto digno de consideración y respeto. Ese es el planteo del mandamiento del amor al prójimo cuando no se lo absolutiza en la vía de la santidad que propone la religión: es un límite al fantasma paranoide del otro como amenazador, al reconocer el carácter humano del otro y de uno mismo. Reconocernos hermanados, en tanto parlêtres, por estar hechos de la misma estofa simbólica que nos singulariza: sujetos divididos, atravesados por la castración, padecientes de lo inconsciente.
Odio y diferencia
Cargar el acento en el desencuentro, la tensión agresiva especular, la envidia o los celos, omite que se espera que el sujeto sepa hacer algo en ese encuentro con ese nudo de imaginario, simbólico y real ajeno que es el otro semejante. Que sepa hacer con lo radicalmente ajeno que es la otredad en una vía que aloje la diferencia y no la rechace.
La radical incognoscibilidad y diferencia del otro se presta a proyectar sobre éste la suposición de un goce malvado. En lo que es cronológicamente el segundo encuentro en el corto de Markus, Alistair no soporta el modo en que Samir se toma su tiempo en un cajero automático, y lo agrede mediante comentarios y lo agrede mediante comentarios xenófobos por su etnia árabe. Es el narcisismo de las pequeñas diferencias. Ninguno sabe nada del otro, pero la atribución de prejuicios soportados en rasgos imaginarios -y, como luego se revelará, en dichos del primer Otro- le permite a Alistair prejuzgar sobre Samir, al que lo supone un musulmán bruto y fanático. Un reconocimiento desvalorizante al otro al que le atribuye modos de goce siniestros (se burla tratándolo de un miembro del ISIS que le va a cortar la cabeza). A Samir le permite concluir que está ante un racista agresivo, y luego de encararlo, se va de la escena.
El término latín frater (hermano) nombra a quienes comparten las mismas marcas simbólicas, la misma ley. En ese sentido, se es frater no por vínculo de sangre sino por parlêtres, atravesados por la castración. La fraternidad implica una imparidad en la serie producida por cada sujeto, y es lo contrario de la paridad homogénea a la que tiende el racismo. El racista despoja al otro de todo rasgo fraterno. Supone una des-afiliación discursiva del semejante, a quien se le niega estatuto de prójimo, para volverlo un des-semejante absoluto en el campo discursivo.
En el tercer encuentro, Alistair recibe su propio mensaje en forma invertida: en una entrevista laboral le presentan al CEO de la empresa, que no es otro que Samir, quien recuerda el episodio del cajero. Sus palabras de odio le retornan, cerrándole la posibilidad laboral que Samir le podría haber dado. Alistair simula no recordarlo, porque para esa altura desea que ese episodio nunca haya existido, pero Samir sí se acuerda muy bien de él, cerrándole la posibilidad de entrar a trabajar, por discriminador. La posición de Samir podría resumirse en: “No puedo admitir a alguien que no está dispuesto a acogerme en tanto humano”. Que pese a sus comentarios xenófobos Alistair no es un racista, lo prueba que en ese tercer encuentro espera que Samir no lo recuerde. Un auténtico racista se habría ido sólo, por no aceptar subordinarse a un árabe (o un judío, o lo que sea que el racista no tolere). Hay una deuda pendiente de Alistair a Samir, que su supuesto “olvido” del episodio sólo acrecienta, y que recién se saldará en el cuarto encuentro.
Ese nuevo encuentro entre ambos ocurre un tiempo después. Vemos a Alistair en situación de calle pidiendo limosna. La vida le golpeó, pero sobre todo su propia arrogancia, que le cerró la oportunidad de tener un trabajo deseado. El azar hace que se cruce Samir, y entonces Alistair lo llama, no tanto para pedirle dinero sino para saldar la deuda que tiene con él. Admite que estuvo mal en el episodio del cajero, y que hizo lo correcto al no tomarlo en su empresa. Samir, que alega no recordarlo, finalmente vuelve con dinero suficiente como para que arregle sus cosas. Ambos descubren algo nuevo del otro. Samir descubre que Alistair no es un racista fanático, sino alguien que puede hacerse responsable de sus actos y palabras, admitir su culpa, y finalmente reconocerlo como semejante. Y Alistair descubre que Samir no es un sujeto resentido que goza de su desgracia, y que en el gesto de darle dinero y aconsejarle que aproveche esa oportunidad para enderezar su vida, se ha operado el milagro por el que se salió de la tensión agresiva imaginaria entre dos extraños que suponen que el otro es una amenaza, para posibilitar un vínculo de reconocimiento humano. Gesto propiciatorio que, sin que lo recuerden, reenvía al primer encuentro entre ellos, en el que, siendo niños, podían compartir un juego porque simplemente se reconocían mutuamente como compañeros, sin que cuente para ellos el narcisismo de las pequeñas diferencias. En aquel encuentro de niños, si bien ambos no se conocen, pero eso no impide que se diviertan juntos. Para los niños no cuentan los prejuicios de etnia, de clase, o de género. Son los adultos los que transmiten esas formas de discriminación prejuiciosas, como lo hace la madre de Alistair, al apartarlo de Samir “para que no se contagie de gérmenes”.
Del goce intolerable del Otro encarnado en el semejante, es posible una estrategia para que el goce condescienda al deseo, al invocar al otro extranjero para que advenga a la dignidad de prójimo. El reconocimiento mutuo del carácter humano y no hostil, tiene el efecto de devolverle la dignidad a un Alistair que estaba sumido en la culpa y el desprecio. Y hará de la oportunidad que le ofrece Samir, la posibilidad de recuperar un proyecto de vida, ahora ligado a la asistencia a personas vulnerables, una de las cuales, años después, será Samir.
La función del perdón
Alistair reconoce haber cometido un acto indigno hacia Samir. Este gesto de reconocimiento de su acto de discriminación le otorga un lugar de dignidad a Samir que en el cajero le había negado, y como consecuencia opera un cambio en Samir, que realiza el acto de perdonarlo, al darle dinero para que salga de su situación de calle. Se opera así un plus humanizante en ambos, que los saca de la encerrona especular agresiva.
¿Qué es el perdón? Es un saber hacer con el odio del otro. No equivale al olvido, la caridad, la compasión, el altruismo, o un acto de amor. De hecho, el perdón de Samir no inicia ningún vínculo con Alistair, que no se volverán a encontrar hasta la vejez, y por azar. El dinero que le da no es caridad o piedad, sino el modo en que lo perdona en acto, devolviéndole así la dignidad, y poniendo un corte con la deuda simbólica entre ellos. El perdón suspende la dialéctica especular narcisista de tensión agresiva con el otro (resentimiento, desprecio, odio), para otorgar al otro extraño, el lugar de dignidad de semejante.
El perdón está más allá del derecho y, como tal, es un exceso inmerecido (porque si es merecido, entonces es justicia). Es una forma de don. Por lo tanto, importa quien lo da y las condiciones de su otorgamiento. El indulto, por ejemplo, no es “perdón” sino un derecho por el que el Estado se atribuye el otorgamiento de una gracia, siendo algo que en verdad concierne a aquellos que fueron afectados. El indulto es así injusto, pero no por ser un más allá de la justicia, sino porque el Estado usurpa el lugar de aquel que puede otorgarlo.[9]
El quinto y último encuentro es el retorno de lo que Samir propició en Alistair, convertido en un asistente social dispuesto a ayudarlo en los últimos años de su vida. En un determinado momento, un Samir con Alzheimer parece reconocer en aquel gentil asistente, a aquel que alguna vez echó y luego ayudó. El extraño ha pasado de encarnar la amenazante inminencia de goce, a ser un apoyo con el que transitar la vida. Este encuentro, a diferencia de los anteriores, promete ser duradero, sin los obstáculos del prejuicio.
Acoger la otredad en vez de rechazarla, permite establecer un vínculo que suplementa la existencia del sujeto: un amor ya no como eros, sino como ágape, fraternidad.[10] Un vínculo en el que el otro no es medio de goce, sino que el goce se sitúa en el vínculo mismo fundado en el reconocimiento mutuo, que eleva al otro al lugar de dignidad de la Cosa. Lo que allí deseamos es la relación misma, y no algo que se pudiera obtener de la relación. El otro semejante convocado al lugar de prójimo, propicia el pasaje de amenaza inminente de goce, a sinthome con el que suplementar el nudo de una vida.
[1] Marcus Markou, 2017, Gran Bretaña, 12´.
[2] Una vez más, la vida imita al arte: Laurence Spellman y Sargon Yelda, los dos actores principales del corto, cursaron a los 9 años la misma escuela primaria. Posteriormente se volvieron a encontrar cuando fueron elegidos para actuar en el Teatro Nacional de Londres en una misma obra teatral.
[3] Sigmund Freud, “El malestar en la cultura”, en Obras Completas, Vol. XXI, Buenos Aires, Amorrortu, 1996, pág. 105 y siguientes.
[4] “Si puede extraer una ventaja, no tiene reparo alguno en perjudicarme, y ni siquiera se pregunta si la magnitud de su beneficio guarda proporción con el daño que me infiere. Más todavía: ni hace falta que ello le reporte utilidad; con que sólo satisfaga su placer, no se priva de burlarse de mí, de ultrajarme, calumniarme, exhibirme su poder; y mientras más seguro se siente él y más desvalido me encuentre yo, con certeza tanto mayor puedo esperar ese comportamiento suyo hacia mí”. Sigmund Freud; ob. cit, pág. 107.
[5] Ob. cit. pág. 108.
[6] Sigmund Freud, “Proyecto de psicología (1895)” en Obras Completas, Tomo I, Buenos Aires, Amorrortu, 1986. Sobre el auxilio ajeno y exterior al bebé provisto por el primer Otro para alcanzar la primera vivencia de satisfacción: “… y el inicial desvalimiento del ser humano es la fuente primordial de todos los motivos morales” (pág. 363). Sobre el complejo del semejante, a propósito del prójimo: “… un objeto como éste es simultáneamente el primer objeto-satisfacción y el primer objeto hostil, así como el único poder auxiliador” (pág. 376).
[7] Ob. cit. pág. 108.
[8] Ob. cit., pág. 107.
[9] El perdón tiene el límite de lo imperdonable. Por ejemplo, a propósito de la condena a muerte de Adolf Eichmann, dijo Hannah Arendt: “el perdón (para Eichmann) estaba fuera de lugar; no en el plano jurídico … sino porque la gracia se aplica a una persona y no a un acto; la gracia no perdona el asesinato sino al asesino en cuanto que su persona va más allá de todo lo que ha podido hacer. No era el caso de Eichmann. Y ahorrarle la vida sin el recurso a la gracia era jurídicamente imposible”.
[10] Sobre el tema, ver Isidoro Vegh, El prójimo. Enlaces y desenlaces del goce, Buenos Aires, Paidós, 2001.