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Artículo publicado en la Revista Actualidad Psicológica del mes de mayo 2017.                                                      

Los analistas solemos decir que la religión del neurótico es el Otro. En ese sentido, cabe preguntarnos: ¿Por qué es más temida la falta en el Otro que la del propio ser? Pareciera que la vulnerabilidad del Otro se siente más amenazante que la propia. ¿Qué relación tiene esta condición con la defensa? Ya sabemos sobre el desvalimiento inicial, la dependencia, el masoquismo originario del fantasma. Estas variables de estructura determinan la existencia, y el sólo hecho de estar arrojados al mundo ya nos hace deudores y culpables al mismo tiempo.

En los términos que Freud adopta de Goethe:
“Nos ponéis en medio de la vida,
dejáis que la pobre criatura se llena de culpas:
luego a su cargo le dejáis la pena;
pues toda culpa se paga sobre la Tierra” [1]

…Donde “culpa” también podría traducirse como “deuda”.

El neurótico creerá entonces que contrajo de por vida esa deuda con el Otro, que engendra el sentimiento inconsciente de culpa. Esta es la raíz de toda neurosis, y el campo de batalla de todo análisis. Llámense Dios, padres, maestros, líderes o analistas, no deberíamos sorprendernos más por esta atribución de saber o ilusión que el sujeto realiza en el Otro, representado por quien lo encarne según la oportunidad.

De allí en más, el terror a quedar excluido del campo del Otro, de su amor y de su reconocimiento, motoriza la búsqueda orientada a asegurarse un lugar en este mundo y respecto de los semejantes. Lacan definió el trauma como el encuentro con la falta en el Otro, que – como todo encuentro – es el tropiezo estructurante, aún antes de haberse constituido la subjetividad.

Esa anterioridad lógica es la clave que Freud descubre desde sus primeras elucubraciones, fundando la temporalidad retroactiva o nachträglich, que intenta explicar según el funcionamiento propio del aparato psíquico, es decir, por una razón de estructura.

El trauma es actual

Cuando, en la carta 39, Freud descubre que “[…] El retardo de la conciencia secundaria nos ofrece una simple explicación de los procesos neuróticos“, pone entre paréntesis “(¡Sic!)“. No es para menos. Acaba de descubrir todo el problema de la temporalidad del sujeto. Explica que “[…] Los procesos de percepción envolverían eo ipso* conciencia, y sólo después* de devenir conscientes ejercerían sus ulteriores efectos psíquicos; los procesos ψ serían en sí y por sí inconscientes, y sólo con posterioridad recibirían una conciencia artificial secundaria, enlazándose con procesos de descarga y percepción (asociación lingüística)“.[2]

Así, reserva el término “traumático” para las percepciones particularmente intensas que no puedan ser traspuestas en calidad de representaciones, pero podríamos decir que la Percepción, en tanto tal, es traumática, porque no ha sido tramitada, es decir, “concientizada” y por eso mismo “perdida”. Esa pérdida refiere tanto a su condición de origen como a su destino final.

Lo traumático está en exceso; es una excitación que rebasa la protección anti estímulo y constituye la ocasión inmediata de las represiones primordiales; retiene restos de percepción sensoriales – lo visto, lo oído – que no han podido significarse siguiendo el derrotero que hubiera posibilitado su olvido. Todo indica que el trauma no pertenece al pasado – como clásicamente se lo concibió -, ya que conserva los caracteres sensoriales con fijeza. Son “traumáticas” aquellas percepciones particularmente intensas que no pueden ser traspuestas en representaciones. Lo que no ha podido significarse de ningún otro modo en lo sucesivo, se comporta como lo igual en lo actual, imposible de reprimir o de olvidar – dos circuitos diferentes pero ninguno transitado en este caso -. No se padece del pasado, sino de lo que no ha podido devenir pasado, tanto en el sentido temporal como tópico. Según lo postulado desde el “Proyecto”, cuanto más a menudo se lo recuerde, tanto más inhibido resulta el desprendimiento de afecto.

Sin embargo, en la Carta 52 Freud advierte que a menudo nos empeñamos en vano contra recuerdos de máximo displacer, que se nos imponen una y otra vez. Esta constatación contradice el principio de evitación del displacer, salvo que admitamos que esa insistencia expresa el reiterado fracaso del intento de tramitación psíquica. Ahora bien, hay un caso para el cual la inhibición no se cumple porque cada redespertar desprende un displacer nuevo. El recuerdo se comporta, en tal caso, como algo actual. A ese caso lo llama sexual, porque las magnitudes de excitación que desprende crecen por sí solas con el tiempo, producen efectos como si fueran actuales y no resultan inhibibles; por el contrario, con las reactivaciones, se potencian en lugar de desgastarse.[3]

De paso, observemos que el propósito freudiano no comienza por definir lo sexual, sino que, al revés, es el nombre con el que designa lo que resiste su desactivación.

Esta imposibilidad, lo aún no tramitado, lo aún no reconocido o no significado ¿no es acaso lo actual? Cuando no se logra desactivar los restos perceptivos que lo mantienen en el plano actual, sucede que la bomba sigue estallando, como en los sueños de guerra. Freud se refiere a ese trabajo del análisis con los términos “despotenciar el recuerdo, empalidecerlo, debilitar las impresiones, desvalorizarlas, quitarles su investidura energética”.[4]

La ilusión de lo verdadero

Hay dos direcciones: La progrediente, del devenir consciente, que se orienta desde la huella mnémica hacia el yo – por la vía de la palabra -, y la otra dirección opuesta, regrediente, que es un devenir inconsciente: parte de la conciencia y se archiva en el sistema mnémico. El yo parece ser el punto de encuentro de esas dos corrientes: la que proviene de lo inconsciente con la proveniente de lo exterior,  que le otorga nueva cualidad. La condición del devenir consciente es la conexión de lo inconsciente con la representación-palabra.

Lo que concierne a la conciencia, la cualidad, es inherente a la percepción. El recuerdo reproductivo, para ser consciente, tiene que adquirir cualidad. Ampliar el campo de percepción del yo, hacer consciente lo inconsciente, no puede querer decir otra cosa que trasponer en percepciones lo que retorna como representación-palabra desde lo preconsciente.

En “El Yo y el Ello”, leemos: “Estas representaciones-palabra son restos mnémicos; una vez fueron percepciones y, como todos los restos mnémicos, pueden devenir de nuevo conscientes. […] nos parece vislumbrar una nueva intelección: solo puede devenir consciente lo que ya una vez fue percepción Cc; […] lo que desde adentro quiere devenir consciente tiene que intentar trasponerse en percepciones exteriores. Eso se vuelve posible por medio de las huellas mnémicas”.[5]

Pero esa trasposición, como lo indica este término, es lo opuesto a la agregación de saber. La trasposición es precisamente una nueva percepción, algo que viene de afuera, una nueva cualidad. No es el reforzamiento que proviene de lo reconocido desde adentro, del sistema preconsciente, sino algo nuevo, desconocido. Un nexo que no estaba. Esto es efecto de la interpretación.

Aquí, Freud se refiere a lo que ya fue alguna vez consciente, es decir, lo reprimido en el sentido dinámico. Logrará retornar a la conciencia sólo a través de los restos mnémicos auditivos de la palabra oída y los restos ópticos de las cosas del mundo, si cuenta con esos soportes “materiales”. Vale decir que lo reprimido no son esos restos mnémicos mismos, sino que esas huellas proveen el medio para procurar ese cambio de estatuto. Ya en el “Proyecto” anticipaba que “También esta clase de recuerdos pueden ahora devenir conscientes. Todavía resta asociar sonidos deliberados con las percepciones, y entonces los recuerdos, cuando se registren los signos de descarga sonora, devendrán conscientes como las percepciones y podrán ser investidos desde ψ.” [6] En este sentido, podríamos homologar la interpretación con esos sonidos deliberados que -provenientes del exterior- reactivan las huellas, posibilitando la emergencia del recuerdo.

“Si comunicamos a un paciente una representación que él reprimió en su tiempo, […] ello al principio en nada modifica su estado psíquico. […] Pero la más somera reflexión muestra que la identidad entre la comunicación y el recuerdo reprimido del paciente no es sino aparente. El tener-oído y el tener-vivenciado son, por su naturaleza psicológica, dos cosas por entero diversas, por más que posean idéntico contenido”[7]

La comunicación del analista opera como una nueva percepción, que reactiva alucinatoriamente las huellas en ψ, pero no podrá nunca – por su carácter representacional – alcanzar a la percepción que se considera perdida.

“En realidad, la cancelación de la represión no sobreviene hasta que la representación consciente, tras vencer las resistencias, entra en conexión con la huella mnémica inconsciente”.[8]

En “Lo inconsciente”, dice: “En la medida en que queramos avanzar hasta una consideración metapsicológica de la vida anímica, tendremos que aprender a emanciparnos de la significatividad del síntoma “condición de consciente.”[9] Y, en el mismo texto, también enuncia que la cura psicoanalítica se ha construido basándose en la influencia del sistema consciente sobre el inconsciente. Afirmaciones aparentemente contradictorias, si se supone que en ambas se refiere a la conciencia en su sentido sintomático, ilusorio, de ensueño diurno. Pero no debemos olvidar la otra posición de la Cc, inherente al sistema P/Cc – que ubica en el polo opuesto del esquema del peine – y que en el “Proyecto” denominó ω, para diferenciarla radicalmente del sistema ψ, mnemónico. La contradicción quedaría salvada si mantenemos esa posición bipolar: la P/Cc en el polo sensible y la conciencia pensar secundaria en el otro extremo del modelo, del lado del yo.

Ya en la carta 52, “Desde esta Prc (preconciencia) las investiduras devienen conscientes de acuerdo con ciertas reglas, y por cierto que esta conciencia- pensar* secundaria es de efecto posterior {nachträglich} en el orden del tiempo, probablemente anudada a la reactivación alucinatoria de representaciones-palabra” [10]. No es casual que Freud utilice el término alucinatoria, dado que, si la Cc se define en el sistema ω, donde no hay representaciones sino imágenes sensoriales, entonces en todos los procesos representacionales, para hacerse conscientes, debe mediar la reactivación alucinatoria.

Podemos sospechar, entonces, que toda confirmación (“solución”) de este género puede ser resistencial; ya había descubierto que todo recuerdo era encubridor. Lo que significaría que, en realidad, el trabajo de rellenado de las lagunas mnémicas sería más bien encubridor. O, como decíamos antes, tendría, estrictamente hablando, una connotación alucinatoria, en el sentido de ilusoria o imaginaria.

“El papel de las representaciones-palabra se vuelve ahora enteramente claro. Por su mediación, los procesos internos de pensamiento son convertidos en percepciones. Es como si hubiera quedado evidenciada la proposición: “Todo saber proviene de la percepción externa”. A raíz de una sobreinvestidura del pensar, los pensamientos devienen percibidos real y efectivamente -como de afuera- y por eso se los tiene por verdaderos.” [11]

La certeza proviene de la sobrecarga de los propios pensamientos, que entonces son tenidos por percepciones y, por ende, verdaderos. Vale decir que, en el recuerdo reproductivo, no encontraremos sino el reconocimiento de lo conocido; incluso aunque tengamos algo por cierto y verdadero, no habremos salido del terreno de la autosugestión o de la conciencia de sí (o, dicho en otros términos, del fantasma).

Al dejar tan al descubierto lo “verdadero”, quizá esa intelección freudiana arroje alguna luz sobre el problema de la inscripción, que es, en suma, lo que está en juego.

La inscripción de lo nuevo

Aquello que no entró en la cadena significante porque nunca fue percibido o inscripto, ¿Qué perspectivas tiene de poder significarse?

Tal como está planteada, la rememoración es insuficiente para dar lugar a lo nuevo, a lo diferente, ya que no puede reeditarse más que aquello que alguna vez ya se registró. La repetición significante, en cambio, trae lo nuevo por comparación con lo ya conocido, y así se establecen las diferencias entre un adentro y un afuera. Si se encuentran discrepancias – y siempre que la insatisfacción no las rechace – podrá anotarse lo no conocido. Así, cada vez que se constata que “no es eso”, se relanza la búsqueda.

Definimos lo Urverdrangt como lo incognoscible o indecible. Es aquello que hace de límite para la rememoración: frontera, borde. Es el ombligo del sueño que no ha accedido al estatuto representacional, lo que espera en sufrimiento, exige tramitación e insiste hasta obtenerla; lo que no quiere decir que se reduzca, ya que el movimiento deseante se encarga de recrearlo permanentemente. Cuando decimos que lo no conocido funciona como causa y a la vez límite de la rememoración, nos resta aún la tarea de dar la razón de esas perspectivas. Incluso aunque, de hecho, la práctica del análisis muestre que algo se inscribe por vez primera.

Cuando alguien habla, no por eso sabe lo que dice; incluso, ese no saber causa su decir. Pero hay más de una manera de no saber: están los materiales de los que puede disponer, que vienen en su auxilio al hacer un ejercicio de rememoración, y aquellos inaccesibles. El objetivo es invariable: la supresión de las lagunas del recuerdo; pero cada vez que surge un sujeto soportando la función de agente de esa empresa, se revela como obstáculo en sí mismo.

Ese obstáculo es la realidad más duramente teórica de nuestra práctica, antes que un problema técnico. ¿Buscamos un recordar sin sujeto que recuerde? ¿No lo habíamos hallado ya en el síntoma neurótico? La noción de inconsciente que se pone de manifiesto en el síntoma, es solidaria de la noción del inconsciente como memoria sin recuerdo: “[…] Freud construye la caída de la noción de “creer” ignorar, para reconocer que el sujeto, en efecto, ignora.” [12]

El sujeto se extraña de esas representaciones-cosa que no reconoce porque carecen de texto, al menos hasta que logra enlazarlas con representaciones- palabra que primero oyó a los otros, y de las que luego puede apropiarse.

Mientras que el goce es más de lo mismo en el sentido del reconocimiento de lo conocido, el deseo busca incansablemente la diferencia y encuentra la inquietante posibilidad de conocer algo nuevo. Esa apuesta es incierta y siempre amenazante para el yo, que tiende a preservar el confort de las identificaciones logradas. Si goce y deseo están en banda de Moebius (no olvidemos la raíz pulsional del deseo), se requiere la función del corte para separarlos.

La pérdida de goce es solidaria de la discontinuidad temporal

El neurótico está condenado a vivir en la temporalidad definida por la anticipación y retroacción, que es siempre resignificación, reencuentro. Términos tan sugestivos como “recuerdos actuales” o “recuerdos de lo que nunca fue olvidado”, hablan de una subversión temporal que altera la cronología, el tiempo lineal que, simbólica e imaginariamente, el sujeto ordena en pasado, presente y futuro.

El sujeto freudiano está hecho de tiempo; todo el campo del inconsciente, la sincronía significante, se despliega errático y pulsátil por la diacronía.

Si Freud, en la “Carta 52 a Fliess”, afirma que la primera huella del aparato psíquico es en simultaneidad, ¿Lo es respecto de qué? Respecto de sí misma, ya que el signo perceptivo, como su nombre lo indica, no tiene otro referente porque es único, no es significante. No hay antes ni después: sería el punto cero del tiempo subjetivo, como primer corte en relación al tiempo real. A partir de allí, y por las sucesivas transcripciones, podrá empezar a contarse el tiempo y a desplegarse el espacio que quedará definido por las coordenadas que establecen el campo del sujeto. [13]

Freud habla de una discordancia temporal que engendra al aparato mismo, dada por la diferencia de tiempo entre el momento de la percepción, su reconocimiento, y el de la significación de esa percepción.[14] Ese reconocimiento de lo exterior, que sólo puede darse por comparación con lo conocido, es siempre a posteriori, après-coup, después del golpe. Esa discordancia temporal abre el campo mismo de la significación, que llega en un tiempo segundo, con retraso respecto de la percepción. Esta es la partición del sujeto dominada por esa discordancia temporal irreductible entre lo que fue y lo que habrá de ser; entre eso que el yo fue, primero – alteración del ello, percepción que devino inconsciente – y, por otro lado, lo que fuerza por ser, que retorna en el recuerdo reproductivo, en la palabra.

Freud afirma que: “Los procesos del sistema Icc son atemporales, es decir, no están ordenados con arreglo al tiempo, no se modifican por el transcurso de este ni, en general, tienen relación alguna con él.” [15]

¿Qué se entiende por atemporalidad de los procesos del Icc? Se alude al inconsciente estructural como aquél donde nada es pasado ni está olvidado, como atemporal, ya que esa escritura no participa de la organización temporal que un discurso despliega en la diacronía significante.

Pero puede interpretarse –como de hecho se lo ha leído– que lo atemporal es lo inmodificado; un inconsciente invariante se asemeja al alma de carácter inmortal y eterno.

¿Es ésta una idea religiosa? ¿Es homologable el Icc freudiano a la eternidad divina?

En el sistema Icc no hay registro del tiempo en el sentido simbólico, cronológico. Cuando nos referimos al Icc estructural, se trata de lo sistemático, y no de lo reprimido que puede retornar. Por eso Freud reserva la notación “Icc” para el sistema, y el adjetivo “inconsciente” para denotar la propiedad. Se alude al Icc estructural como aquél donde nada es pasado ni está olvidado, y entonces se comporta como actual.

Ahora bien: si lo “actual” es la hendidura en la que se descubre lo aún por significar, allí no hay sujeto. Allí se discierne la tarea específica del análisis: posibilitar el efecto sujeto, historiar la marca, mudar lo actual en pasado, por la vía de la significación y el olvido. Esta operación concierne una transformación cualitativa del tiempo. La resignificación es permanente: si cada vez es diferente, una nueva, se desgasta la actualidad del acontecimiento.

La posibilidad de resignificar una huella – o, más bien, de significarla- espera en souffrance. El sujeto está arrojado al devenir significante según las nuevas asociaciones establecidas en el análisis. Por eso mismo, no puede prescindir de otro, el analista, dado que hay nexos a construir, de los que el sujeto no puede saber. El analista tampoco, desde ya, pero cuenta con la convicción de lo que allí está en falta. Y si tiene el oído entrenado, intentará escuchar las resonancias que dan cuenta de lo no sabido.

El análisis horada permanentemente la ilusión del “estaba escrito” como Destino, en sentido contrario al del sujeto supuesto al saber. Por eso abre al futuro, porque levanta la hipoteca con el pasado, en la convicción de que algo nuevo siempre puede advenir, escribirse por primera vez. Esto, en consecuencia, importa una modalidad diferente de percepción del tiempo: si algo está por escribirse, el tiempo se relanza hacia el futuro, que es, cada vez, el instante en que ese efecto tiene lugar.

El Icc estructural de Freud, por serlo, deja abierta siempre la posibilidad de ser conocido de nuevo, en la medida en que aún no ha sido tramitado, es decir, significado y olvidado. El dispositivo del análisis habilita un sujeto advertido de que lo “necesario” del pasado es solo una ilusión, efecto de la retroacción que convierte lo posible en necesario. Constituimos el pasado mientras vamos olvidando, borrando (como en la pizarra mágica). El olvido es condición de la memoria, siempre que lo actual se pueda tramitar y no rechazar, ya sea en el sentido primario como secundario de la represión.

“El sujeto traduce una sincronía significante en una pulsación temporal primordial” decía Lacan, y diferenciaba “la retroacción del significante en su eficacia, que hay que distinguir totalmente de la causa final” [16] La retroacción restablece la linealidad temporal de manera invertida. Por el contrario, el efecto retardado implica, no la vuelta hacia atrás en un espacio imaginario, sino el destiempo como “moción suspendida”. Ese instante es inaprensible. Esa imposibilidad divide al sujeto entre la temporalidad lineal continua – sea ésta progrediente o retroactiva –, y lo atemporal.

El destiempo, como “moción suspendida”, realiza la imposible coincidencia entre la diacronía y la sincronía del lenguaje. El sujeto resulta escindido por ese desencuentro entre el devenir y lo atemporal. En esa partición emerge, en un instante, la dimensión del acontecimiento, que resignifica todo lo anterior. Es la del tiempo inconsciente, tan particular e inefable, que en la gramática llamamos futuro anterior: “habré sido”, opuesto al tiempo superyoico que se enuncia “hubiera o hubiese (sido).”

No siempre – o más bien pocas veces – coincide el tiempo subjetivo con el cronológico. Y es esa brecha la que más de una vez nos juega malas pasadas; pero se trata de la discordancia estructural. ¿Cómo encajar, cómo hacer coincidir el tiempo propio con el del Otro, el del calendario, el del reloj? Esa sensación de faltar a nuestra verdad, de no ser coherentes con nosotros mismos, de desencontrarnos o alejarnos de nuestros genuinos deseos, es el campo de batalla donde se juega nuestra existencia. El esfuerzo que nos demanda día tras día el ejercicio de la desalienación, es lo que se hace escuchar a gritos en el malestar en la cultura.

[…] Se diría que el propósito de que el hombre sea “dichoso” no está contenido en el plan de la “Creación”. “[…] Lo que en sentido estricto se llama “felicidad” […] sólo es posible como un fenómeno episódico; […] estamos organizados de tal modo que solo podemos gozar con intensidad el contraste, y muy poco del estado.” Y, citando nuevamente a Goethe, Freud nos advierte que “nada es más difícil de soportar que una sucesión de días hermosos” […] Ya nuestra constitución, pues, limita nuestras posibilidades de dicha.” [17]  La felicidad es efímera y evanescente, como el instante en que asoma la belleza.

El sujeto mismo se construye en cada una de sus pérdidas, entre “[…] lo que pierde el olvido y lo que la memoria transforma […]” [18], entre lo expulsado y lo afirmado, lo escrito y lo que no cesa de no escribirse.

“No hay nada más bello que lo que nunca he tenido, nada más amado que lo que perdí”, en los versos de Joan Manuel Serrat, que tanto resuenan en los de Borges: “Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones, ahora, son lo que es mío.” [19]

El cada día de nuestra práctica analítica nos desafía a inscribir diferencias infinitesimalmente pequeñas, en mínimos trazos que van dibujando la línea asintótica del deseo. Esa es nuestra ética y nuestra dirección de la cura.-

[1]  Freud, S.; El malestar en la cultura, O.C., Bs. As., 1990, Amorrortu Ed., XXI, p. 128.

[2]  Freud, S.; Apéndice B. Fragmento de la Carta 39, en Proyecto de Psicología, I, p. 438.
*Los destacados son del original.

[3] Freud, S.; Fragmentos de la correspondencia con Fliess, Carta 52, T. I, pp. 276-277.

[4] Freud, S.; La etiología de la histeria, III, p. 216; La interpretación de los sueños, V, p. 569; Revisión de la teoría de los sueños, Conferencia 29 en Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis, XII, p. 69.

[5] Freud, S.; El yo y el ello, XIX, p. 22.

[6]  Freud, S.; Proyecto de psicología, I, p. 415.

[7] Freud, S.;  Lo Inconsciente, XIV, pp.171-172.

[8] Ídem, p. 171.

[9] Ídem, p. 189.

[10] Freud, S.; Carta 52, T. I, p. 275. *El destacado es del original

[11] Freud, S.; El yo y el ello, XIX, p. 25.

[12] Glasman, S.; El sujeto en la construcción del “grafo”, Revista Conjetural Nº 40, ed. Sitio, Bs. As., p. 49.

[13]  Ver Freud, S.; Carta 52, I, p. 274.

[14]  Ídem, Carta 39, p. 438.

[15] Freud, S.; Lo inconsciente, XIV, p. 184.

[16] Lacan, J.; Posición del inconsciente, Escritos 2, Siglo Veintiuno editores, México, 1981, p. 375.

[17] Freud, S.; El malestar en la cultura, p.76.

[18] Borges, J. L.; Inscripción, en Los conjurados, O. C., Emecé Editores, Buenos Aires, 2010, T. 3, p. 493.

[19] Ídem; Posesión del ayer, p. 523.

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