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Encrucijada femenina

Lila Isacovich

Los sexos derivan de la lógica fálica, mientras que la posición femenina no tiene sexo: concierne tanto a las mujeres como a los hombres. Así. el Otro sexo, La Muier, está por fuera del goce fálico y tiene una relación al Otro goce. Esta particularidad define el destino femenino, que se ubica en el punto de confluencia entre el goce fálico y el Otro goce. Es en la medida en que existe una indeterminación del significante “mujer”, que la mujer no-toda-es’ en el goce fálico. La incidencia de ambos campos del goce en la feminidad, entraña, al menos, dos riesgos en su abordaje teórico:

-Confundir la problemática de las mujeres con la posición femenina y entonces pensarlas como insignificables, enigmáticas. indecibles.

-Tratar lo femenino desde la fantasmática masculina, en un intento de significar lo que está más allá de la lógica fálica. Esa lectura suele trivializar la cuestión resolviéndola en “locas”.

Ambos equívocos dejan de lado un aspecto de la “naturaleza” de lo femenino y ponen de relieve la inexistencia de la relación sexual. Dicho de otra manera, desde la lógica de los sexos sólo puede abordarse parcialmente a la mujer, y las mujeres se encuentran alcanzadas por ese límite.[1]

La pasividad femenina

No sólo es insuficiente sino además inadecuado trazar una correlación entre masculino/activo y femenino/pasivo. “Podría intentarse caracterizar psicológicamente la feminidad diciendo que consiste en la predilección por metas pasivas. Desde luego, esto no es idéntico a pasividad, ya que es necesaria una gran dosis de actividad para alcanzar una meta pasiva. Quizás ocurra que desde el modo de participación de la mujer en la función sexual se difunda a otras esferas de su vida la preferencia por una conducta pasiva y aspiraciones de meta pasiva […].” [2] La vida sexual se presenta entonces como el paradigma que irradia la vida en general. Con el abandono de la masturbación clitorídea se renuncia a una porción de actividad. Ahora prevalece la pasividad […].  Cuando no es mucho lo que a raíz de ello se pierde por represión, esa feminidad puede resultar normal. Así, el antiguo deseo masculino de poseer un pene sigue trasluciéndose a través de la feminidad consumada. Pero quizás debiéramos ver en este deseo del pene, más bien, un deseo femenino por excelencia”. [3]

La mujer puede volver a la pasividad como resultado de una actividad diferente del masoquismo. Aunque sabemos que, “su propia constitución le prescribe a la mujer sofocar su agresión […] esto favorece que se plasmen en ella intensas mociones masoquistas, susceptibles de ligar eróticamente las tendencias destructivas vueltas hacia adentro. El masoquismo es entonces, como se dice, auténticamente femenino”. [4]

Lo pasivo le tiende una trampa al goce: su función es encubrir y cristalizar la causa del deseo del otro. “[…] una mujer prestándose [al fantasma del hombre] se pierde, y perdiéndose, goza de esta pérdida misma,  de la caída en una alteridad en que su nombre se deshace. La huella del goce perdido puede ser reencontrada en el exceso, en el goce suplementario de aquella que se hace soporte del fantasma, receptáculo de la causa del deseo” [5]. Es este “en más” del goce lo que sustenta la pasividad femenina. Pasividad engañosa porque enmascara el deseo con el que una mujer apuesta en el juego del amor.

Una breve historia

Una mujer de 24 años consulta estando en pareja con un joven al que conocía desde chica. Él prácticamente la sostuvo desde que su familia emigró, es decir que había sustituido de manera bastante literal a sus padres y hermanos. En el plano afectivo y sexual la relación era satisfactoria. Sin embargo. con él se aburría. En el transcurso del análisis se separó. Enseguida fue en busca de un amor anterior que había dejado su marca en ella. Las cenizas debieron haber quedado muy encendidas a juzgar por la intensidad del fuego que se reavivó. A tal punto que repetidas veces ella hacía alusión al temor que le inspiraba semejante llamarada. Demasiado para el cuerpo. Él reunía muchos de los emblemas que ella aspiraba a encontrar en un hombre. La consideraba una diosa y le procuraba los recursos escenográficos dignos de esa investidura. Y en su amor por ella no había mostrado un sólo signo de ambivalencia. Una vez terminada su carrera, se fue a vivir con él. El final podría haber sido feliz, si no fuera porque ella – que debía iniciarse en su quehacer – advirtió que casi no salía de esa casa. Parecía no poder hacer otra cosa que esperarlo, pese a sus intenciones de trabajar y dedicarse a su reciente profesión, la misma que él ejercía exitosamente.

Por qué, si todo estaba tan bien, ella se sentía aletargada y sin poder dedicarse a lo suyo? La otra cuestión preocupante eran los ataques de incontrolables celos de los que se sentía presa y que la llevaban a hacer escenas en las cuales terminaba sintiéndose ridícula.

Ella había sido siempre la hija predilecta del padre, para quien era bella, inteligente y además, fiel interlocutora. “Quién si no yo -dice la paciente- hubiera recogido el guante”, refiriéndose a que estaba escrito que iba a seguir la carrera que su padre hubiese querido hacer. Ahora, que estaba con un hombre que tenía esa misma profesión, ella se encontraba inhibida para ejercerla.

En relación al padre ella es única. Para su primera pareja también lo era: ocupaba ese mismo lugar. El aburrimiento era el síntoma de esa sustitución que no le alcanzaba para sentirse mujer. Su insatisfacción parecía denunciar que aspiraba a otra cosa que ser la única, digamos… ¿la madre? Es así que se arriesga a renunciar a tanta garantía y se dirige a recuperar a un hombre con fama de seductor -que él no desmentía- y pasa a ser ya no la única, sino más bien la elegida. Si bien es una diosa para él, lo es entre las mujeres. Está incluida en esa serie y entonces irrumpen los celos, que ponen en evidencia su condición erótica.

Los celos manifiestan la exaltación de la Otra mujer. Esas mujeres que encaman a La Mujer, la dejan en el acto borrada de la escena: queda al desnudo su insignificancia.

¿Cómo pensar la inhibición para desarrollar su quehacer profesional? “El deseo de obtener al fin el pene anhelado, puede prestar todavía su contribución a los motivos que llevan a la mujer madura al análisis, y lo que razonablemente le cabe esperar de este último, por ejemplo, la aptitud para ejercer un oficio intelectual, es discernible a menudo como una metamorfosis sublimada de ese deseo reprimido” [6]. Pareciera que en esta elección de pareja hubiera cedido su actividad al hombre, excluyéndose de ejercer precisamente esa profesión que le estaba reservada por el ideal paterno. Si ella se reconoce privada de las insignias fálicas, esta privación perpetúa su demanda al Padre y a los hombres que puedan representarlo.

Coincido con Catherine Millot [7]en señalar que si esta demanda al Padre la interpretamos meramente como envidia fálica, perdemos de vista lo que es esencialmente femenino: la demanda del significante faltante que la haría mujer.

Su dependencia respecto de las figuras paternas cobra la forma de una dependencia referida al deseo del compañero, que pasa a ser el único recurso a su alcance para reconocerse como mujer. De este modo, ser el deseo de su partenaire vuelve a conducirla a la identificación con el falo.[8] “Una mujer es el falo sólo en la medida en que se deja capturar en el deseo del hombre. La imagen femenina es frágil en tanto subsiste dependiendo de ese deseo. Porque esa imagen es prestada, su efecto divide a la mujer, quien se desvanece en la relación, cae en una pérdida que impide hablar de relación, aunque esta pérdida sea sin embargo goce, en la medida en que el falo que ella deviene es lo que le falta a otro.” [9]

“Su deseo pasa ser el de ubicarse como causa del deseo de un hombre. Una mujer, como ser hablante, está separada de la femineidad que ella encarna. La partición que experimenta le impone una elección entre su identidad y su goce […] Si busca el goce que le es propio, pierde su identidad y su nombre.” [10]

Esta es la partición propia de lo femenino. Dividida entre proponerse como objeto para un hombre y dirigirse pulsionalmente hacia su propio misterio o hacia lo que puede sustituirlo: el S(A), el significante faltante en el campo de la significación.

La mujer, dice Lacan [11] , es lo que tiene relación con ese Otro. Este campo es el de todos los seres que asumen el estatuto de la mujer. Ese L/a no puede decirse. De la mujer nada puede decirse.

¿Qué sabe una mujer sobre su goce?

Para el hombre, el otro sexo toma la función de objeto a. “El deseo del hombre no aprehende a la mujer, su partenaire, sino por reducirla a la función de objeto parcial. Esto responde a la estructura fetichista del deseo masculino”. [12]

La mujer se “presta” a ese juego. ¿Cómo soporta la “perversión sexual” del hombre que la invita a presentarse como fetiche? Encarnar ese fetiche ensalza su narcisismo porque compromete su “deseo de pene”. Si la mascarada encubre un vacío, esta ausencia de significación articula un acceso al goce propio de lo femenino. Articulación problemática para la mujer pues la coloca en la disyuntiva de representar ese objeto sin identificarse al falo, a condición de perder su propio goce”. [13]

Si la posición femenina se distingue de la histérica es en poder sostener esa partición: no-toda es en el goce fálico. Esa es la particularidad del deseo femenino.

La encrucijada para una mujer puede presentarse en estos términos: ¿Cómo proponerse en calidad de objeto causa del deseo masculino sin temer perder su condición de sujeto deseante? ¿Lo femenino, si soporta el fantasma del hombre, puede presentar otros rasgos que los de la mascarada? [14]

Es difícil establecer una línea divisoria neta entre la pasión histérica por ocupar el lugar de la falta en el Otro, y la posibilidad del semblante. Se dirá que no es necesario que ella pague con su síntoma el precio de colocarse en el punto de desfallecimiento que un hombre encuentra con la castración.

Efectivamente, una cuestión es – al modo histérico- inscribirse en el lugar del Padre muerto, como excepción, sosteniéndolo al costo de su propio síntoma.

“El síntoma deja preservada una integridad que el sujeto identifica con la feminidad. Hace manifiesta la impotencia del goce fálico para alcanzar al Otro goce. Queda así señalada la castración del hombre. Pero suele cumplir, al mismo tiempo, la paradójica función de exaltar la virilidad del compañero. Suele servir para sostener la potencia fálica del hombre, protegiéndola contra el deseo del Otro, deseo que el goce femenino atestigua.” [15]

Otra cosa es, precisamente en relación al deseo del Otro, ubicarse en la posición que Lacan designa con la fórmula “no toda sometida a la función fálica”. Hay una parte de indecibilidad que la mujer está llamada sostener. Si lo logra, puede estar de lleno en la función fálica, haciendo semblante de ser para el Otro. “El ser no-toda en la función fálica no quiere decir que no lo esté del todo […]. Pero hay algo de más […]. Hay un goce del cuerpo que está más allá del falo […]. Hay un goce suyo del cual quizás nada sabe ella misma, a no ser que lo siente. Lo sabe desde luego, cuando ocurre. No les ocurre a todas.” [16]

Una mujer advertida de la castración del Otro, no teme ser capturada por ese deseo pues no hay manera de que el Otro pueda devorar ese punto de falta irreductible desde el cual ella desea. [17] Si se ubica así, puede estar de lleno en ese lugar sin temor a perder su condición de sujeto deseante, dejándose amar sin necesidad de pagar con su síntoma.

No resulta sencillo para la mujer conciliar ambas posiciones: si bien su propio deseo se pone en juego despertando el deseo del hombre, el síntoma puede instalarse en el punto de confluencia. Como en el caso de esta paciente que parecía tener que sacrificar su actividad para preservar al hombre. Esa posición suele acarrear la abolición de la actividad, que es siempre masculina.

Diría aún más: no sólo un hombre puede ser el nombre de ese goce para la mujer. Si bien la maternidad – dada la ecuación simbólica que le hace Iugar – se inscribe en la lógica fálica, aun así, el límite con el sacrificio de su subjetividad es para la mujer tan sutil como fácil de franquear. Ese llamado de la maternidad le resulta tan irresistible como encarnar el deseo de un hombre. Es tentadora para la mujer una entrega amorosa que la arrastre a abandonarse junto a un hombre como a un hijo. Las ninfas de nuestra cultura actual, las tops-models, promediando los reportajes, dicen que sacrificarían todas las pasarelas del mundo por el amor de un hombre y un hijo. Encrucijada femenina de la cual las mujeres no siempre salimos  indemnes. Esposas, amantes y madres que no resignaron su participación en el mundo masculino, suelen reiterar las quejas sobre su partición imposible.-

[1] Lacan, Jacques; El Seminario. Libro 20, Aún, Paidós, Barcelona, 1981, cap.VII, p. 98.

[2] Freud, Sigmund; La feminidad, en Nuevas Conferencias de Introducción al Psicoanálisis, O.C., Amorrortu editores, Bs. As., 1991, T. XX, p.107.

[3] Ídem, p. 119. Las cursivas son nuestras.

[4] Ídem, p. 107.

[5] Pommier, Gérard; La excepción femenina, Alianza Editorial, Bs. As., 1986, p. 54.

[6] Freud, S.; op. cit, p. 116.

[7] Millot, Catherine; Nobodaddy, la histeria en el siglo. Ed. Nueva Visión, Bs. As., 1988.

[8] “Aquélla que es no-toda, está dividida en su deseo tanto como en su goce. Ella apunta al falo como atributo de su compañero, pero la otra dirección de su deseo se orienta hacia el S(A/), la ausencia de la que ella goza. Entre el goce fálico y el lugar vacante del imposible goce del Otro. Aquí es donde ella encuentra ese Otro goce no fálico, que constituye el goce suplementario”. Millot, C.; op. cit.

[9] Pommier, G.; op. cit., p. 37.

[10] Ídem, p. 38.

[11] Lacan, J.; op. cit.

[12] Millot, C.; op. cit.

[13] “Si los dos sexos tienen que vérselas con el desfallecimiento de lo simbólico reflejado en las ambigüedades de la función paterna, esta exclusión se ve redoblada en las mujeres, por la ausencia de simbolización, no solo de su ser de deseo, sino, además, de su ser mujer. Las mujeres, más directamente involucradas por la carencia de lo que designaría a su ser en lo simbólico, se ven inducidas a interrogar en forma más radical la estructura de este simbólico.
Esa posición las predestina a encarnar ese límite de la función fálica, a presentarse como excepción, mediante lo cual aspiran a constituir un todo de La Mujer, para que exista una que fuera verdaderamente Otra”. Millot, C.; op. cit.

[14] Esa pregunta ya se la formulaba Joan Rivière. Se respondía que tal diferencia no existía.
Riviére, Joan; La feminidad como máscara, en La sexualidad femenina, Escritos Polémicos, p. 13. Citado también por G. Pommier.

[15] Millot, C.; op. cit.

[16] Lacan, J.; op. cit.

[17] Cf. Laso, Eduardo; Svartz, Alicia; Taiano, Ruth; Isacovich, Lila. Presentación realizada en las 6tas. Jornadas de la Sociedad Porteña de Psicoanálisis, octubre de 1998.

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