Texto

El cuerpo del analista

EL CUERPO DEL ANALISTA

(o los mudos demonios que

retornan de la transferencia)[1]

 “Quien, como yo, convoca los más malignos demonios que moran, apenas contenidos, en un pecho humano, y los combate, tiene que estar preparado para la eventualidad de no salir indemne de esta lucha”.

(Freud, S.- “Fragmento de análisis de un caso de histeria” (1901/1905), en OC, Amorrortu Ed., BsAs, 1992, T. VII, cap. III, p. 96).

 

A sabiendas cuidadoso con las figuras épicas, Freud hace de la metáfora una advertencia para los analistas. En su momento pasa a denominarla “contratransferencia” (la escribe así, entre comillas), categoría descriptiva que desarrolla en forma escueta, aquí y allá, como una referencia remota que en ningún momento alcanza a convertirse en categoría analítica. No obstante, de ella desprende nada menos que la regla de abstinencia e, inclusive, al final de su vida, llega a insinuar el concepto de resistencia del analista.

En rigor, la palabra “contratransferencia” aparece nombrada solamente tres veces en la obra freudiana. La primera, en “El porvenir de la terapia psicoanalítica” (1910)[2], donde la señala como una innovación técnica que atañe al propio analista “por el influjo que el paciente ejerce sobre su sentir inconciente“. Influjo ante el cual exige “que la discierna dentro de sí y la domine” mediante el propio análisis, de manera de ampliar el horizonte, limitado por “sus propios complejos y resistencias interiores“.

Luego la nombra en 1915 -dos veces en el mismo artículo- cuando el amor de transferencia[3] le evidencia la implicación de la persona del analista en el dispositivo. Convierte el obstáculo en un valioso instante para detectar, esclarecer y prevenir sus avatares. Oportunidad en la que Freud destaca que el analista, por su condición escindida, “no se gobierna tan bien que de pronto no pueda llegar más lejos de lo que se había propuesto“. Momento también que considera indicado a fin de postular la regla de abstinencia en la vía de “dejar subsistir en el enfermo necesidad y añoranza como unas fuerzas pulsionales del trabajo y la alteración, y guardarse de apaciguarlas mediante subrogados“.

Regla profiláctica en este momento del desarrollo del corpus teórico freudiano, la de la abstinencia se yergue como contrapartida de la noción de contratransferencia, concebida ésta como los puntos de enganche en los que el analista podría precipitarse en relación al discurso de sus analizantes. Ya sean sutiles ecos, repudios o deslumbramientos, afloran groseramente no menos en la seducción histérica que en las emboscadas obsesivas, el exhibicionismo perverso, o la verosimilitud paranoica.

Quizá por no alcanzar a desenvolver conceptualmente el problema, Freud recurre a los apólogos. Con el antecedente de haber quedado atrapado alguna vez por la “mentira histérica”, el maestro recuerda a aquél agnóstico vendedor de seguros al borde de la muerte, cuya piadosa familia le lleva un pastor para que en el último suspiro salve su alma y, luego de prolongada plática, el agonizante continúa sin fé mientras que el religioso sale llevándose una póliza. Redoblando su advertencia, Freud agrega otro apólogo dirgido esta vez al riesgo del apresuramiento, al indicar que el analista tampoco debe escenificar esa carrera de galgos con una ristra de embutidos como premio al final de la pista y que un bromista arruina arrojando una sola salchicha en la largada.

Sin abjurar de la “contratransferencia”, en 1935 senta las bases para reubicarla como resistencia del analista. En el transcuso de un sutil comentario sobre el acto fallido[4], Freud se percata que los demonios de marras acechan y muerden embozados en formas desplazadas de algo nimio, acaso “una dificultad estética en reemplazo de un conflicto pulsional“. Insta a que esta resistencia sea trabajada hasta las últimas circunstancias en el propio análisis, con el fuerte argumento de que “Uno se contenta demasiado pronto con un esclarecimiento parcial, tras el cual la resistencia retiene fácilmente algo que puede ser más importante“.

Una de las formas de darle alguna vuelta teórica al problema podría ser ir a sondearlo allí donde Freud no lo nombra, por fuera de los escritos que reúne en las Obras Completas[5].  Es en la correspondencia privada con sus discípulos donde quien busque podrá hallar referencias como relámpagos. Cuando le consultan situaciones clínicas específicas, eventualmente Freud remite a los obstáculos en la escucha que detecta en los propios analistas, no menos que en los efectos de corrosión que esta praxis deja sobre los cuerpos.

A la cultura no le son ajenos los seres demoníacos. Las sociedades los conjuran con los arcanos de la mística, con la resignación religiosa o con los dioses oscuros del poder. La senda freudiana, por el contrario,  los tramita en lógica, con lo que los entes maléficos se mudan en conceptos: en los nuevos núcleos donde la neurosis se organiza, en los nudos donde el analista forma parte del síntoma cuyo estatuto soporta. Trámite que, sin ser ni represión ni sublimación, se elabora. O se padece.

Se padece bajo la forma de la incomodidad estética, del enojo, del embotamiento, de la angustia, de la jaculatoria imaginaria, de la identificación: efectos de la regla de abstinencia no menos silentes que inevitables. A veces, deslizamiento que va de la abstinencia a la resistencia del analista.

Imposibilitada la alternativa de una vía sublimatoria no se aplaca ni menos se extingue el carácter persistente de la pulsión. ¿Dónde van a parar esos instintos parciales, aquellos mitos atávicos, estos fantasmas zonificados? ¿Quedan bullendo en la estofa de la transferencia? Por encima de la parcialidad que cada moción pueda adoptar, en los rasgos de su conjunto retornan desde la imposibilidad de su satisfacción hacia una desestructuración del sistema narcisista[6]. Vuelven como “residuos tóxicos de movimientos pulsionales mudos” que, sin ser trabajados, son sólo sensaciones en el cuerpo. En el tiempo de la reflexión sería lo que se reconoce como resistencia del analista. Destino inexorable que resulta del ejercicio de la regla de abstinencia, parecería exigir de un cuerpo “resistente”. Elaborados tales destinos, pueden llegar a ser relanzados como deseo de analista[7].

 (Deseo del analista, suerte de moción ad-hoc creada por Freud según el modelo lammarkiano -y  establecida por Lacan-, cuyo destino sería esta subespecie, acaso variación atrófica del sapiens.)

Si el cuerpo del analista resulta también de una constelación significante, algunos rasgos de los discursos del analizante no dejan de impactarle[8]: es el narcisismo el que se ofrece como blanco. Las más de las veces, tales restos acostumbran manifestarse mediante un cansancio que se apoltrona en sus reales hacia el fin del día. Gajes del oficio que procuran disiparse por las vias del malestar que la socialización asistemática proporciona. Para eso -entre otras cosas- están los foros profesionales, más o menos de pares, más o menos institucionalizados. En tal derrotero se ubican, por qué no, desde la chacota de office de hospital hasta el mismísimo análisis del analista. También sus espacios intermedios. En las ocasiones más patéticas, a la presentación clínica suele seguirle, por parte del público, una pirotecnia de asociaciones libres y elaboraciones secundarias bajo la forma de bocadillos exhibicionistas. Prolongación del discurso universitario que redunda en una especie de pornografía del “caso”, según el ritual melancólico de confundir el despliegue fenoménico con la concatenación teórica. Desnaturalización del psicoanálisis en su rémora más salvaje (el psicoanálisis aplicado) donde la teoría se vuelve “un metalenguaje autosuficiente que gloriosamente comprueba, caso por caso, la verdad que desde siempre, por supuesto, estaba esperando el ejemplo para iluminarlo[9].

Que los distintos meandros confluyan en un caudal de tramitación eficaz no tiene por qué ser un destino seguro; más bien, cuando -el combatiente al que Freud se refiere- reposa, sus batallas se extienden hacia el sueño, señal de que la represión no alcanza para suprimir el furor de la vigilia. Se requiere acaso de una maniobra para poner a trabajar el “cansancio”, para soportar la práctica.

Pululan los ejemplos de tamaña retracción sobre el cuerpo. Están, durante la sesión, los accesos desviados en la motilidad: el analista se limpia las uñas, se hurga la nariz, garrapatea en un papel, se rasca, fuma, amasa una pelusa.

Insiste cada vez que la vía motora se clausura. Su letargo boga como estado crepuscular, tal vez ensoñaciones diurnas ocupan el registro escópico mientras acuna el ronroneo del molino de palabras. Somnolencia, aburrimiento del analista que se quiebra al retumbar de algún significante capaz de mellar la repetición. Asimismo, puede cundir la imaginarización del relato del analizante mediante la instalación de fragmentos de escenas propias del analista sobre las palabras escuchadas. Señal triple: alerta sobre una identificación a la vez que advierte que nada ocurre fuera del fantasma, mientras evoca al analista que su condición de no-todo determina su posición como tal.

Las tentaciones imaginarias que sugieren el cantar de las identificaciones con algún párrafo de la novela del paciente, cuentan al fin y al cabo, que el complejo de Edipo no se destaca precisamente por su originalidad. Factor de resonancias paradógicas[10] pues, si bien se yergue como obstáculo, en el mismo movimiento en que las sirenas ululan, convoca a la prudencia en el proceso de armado de la intervención y dispara la identificación detectada al análisis del analista.

Procedimiento que requiere suponer -provisoriamente- al dispositivo analítico provisto de dos bordes concéntricos. Uno, interno, sería el que Freud describe como objeto del psicoanálisis: el deseo (reprimido, sexual, infantil, inconciente) del analizante. Otro, externo, el deseo de analista[11], deseo de corte y caída, purificado como pura diferencia, que acaso en su función más excéntrica deambula entre los sistemas gravitacionales que las esferas sociales disponen, transformándose en producción. Producción de ponencias y de textos, de reflexiones y aportes, de preguntas y aporías; elaboraciones[12] de las resistencias.

Mientras que en el borde interno llama a silencio, en la frontera exterior hace hablar. Escición entre Saber y Verdad, corroboración que los bordes son uno, proseguidos en la ruta de Moebius.

Si las siempre infructuosas vías de escape al retorno de los mudos restos tóxicos transferenciales suelen ser los achaques físicos, la angustia, el hastío o el enojo, probablemente el mayor riesgo se resuma en las identificaciones del analista con algún rasgo de su analizado. Pueden llegar bajo la investidura de la fascinación[13] -donde el analista se suspende- en la que se habrá superpuesto el brillo del objeto y la referencia significante propia del Ideal. Del lado del analizante, en tales circunstancias, la pulsión vuelve a conectarse con la demanda, haciendo tambalear la transferencia o, por lo pronto, dándole pie a las más amorosas clausuras del inconciente.

Correlato mundano de la identificación, la generalización de los prejuicios del analista (a la manera del imperativo categórico kantiano), puede verificarse en la proliferación de una suerte de “moral psi”. Identificación a un Ideal nostálgico  que redunda en moral, vertiente ideológica, ostenta sus propios emblemas: “asumir”, “hacerse cargo”, “poner límites”, “valorizarse”, “no reprimirse”, “seguir su deseo”, en fin, un pastiche donde “todo tiene que ver con todo”. Vacía lujuria de ideales de reforzamiento yoico que se convierten en preceptos de la moral social cultural; metamorfosis del concepto teórico en palabra impuesta, reducción de la verdad a la gloria del Amo[14]. En todo caso, anhelos, ideologismos, creencia, filosofía, iglesia, reino del prec. A la postre, variaciones sobre la identificación en la que el objeto desanda el curvado sendero que desemboca en el Ideal[15], exactamente en el sentido contrario que procura el dispositivo analítico.

Relanzar el deseo de analista implicaría entonces volver a instalar en el centro del asunto al deseo del analizante. Ante la imposibilidad de hacer desaparecer el conjunto de la masa con que están compuestos los obstáculos, cada cual habrá inventado qué hacer con tales partículas. Freud no sólo se las ingenió con el autoanálisis y la escritura; padeció amores y odios, encumbró pontífices y anatemizó herejes, distribuyó anillos, hizo chanzas, convirtió el malestar en institución. Los que le seguimos hemos debido remitirnos al propio análisis, a la supervisión, a los espacios de interlocución, a veces a plasmar ciertas ideas en negro sobre blanco. La atención flotante jamás llega a absorver todos los avatares.

De uno y otro lado, al ritmo pulsátil de Eros y Tánatos, los demonios conjuran otros demonios. Una extraña alquimia los convoca y una cifra singular es capaz de transformarlos en la palabra que vuelva a extraer la forma capturada en la piedra. Aún, que quien esgrime el cincel alcance a trocar los restos esparcidos en engarces, que llegue a hacer algo con los escombros.

Noviembre, 1995

Notas


[1] Publicado en Conjetural, revista psicoanalítica n° 32,Sitio, Ed,; BsAs, 1996, p. 114.

[2]– Freud, Sigmund – “Las perspectivas futuras de la terapia psicoanalítica” (1910), en OC., Amorrortu Ed, BsAs, 1993, T XI, p. 136.

[3]– Freud, S. – “Puntualizaciones  sobre el amor de transferencia” (1914/1915), en OC., Amorrortu Ed, BsAs, 1993, T XII, pp. 164 y 168

[4]– Freud, S.- “La sutileza de un acto fallido” (1935) en OC., Amorrortu Ed, BsAs, 1993, T XXII, p. 231.

[5]– Tarea que, a los fines de las presentes reflexiones, menciono mas ahora no sigo: paso que queda en reserva para una próxima investigación.

[6]– Sigo a este respecto las puntuaciones de Jorge Jinkis en “Sublimación del analista“, revista “Conjetural” no 22, Ed. Sitio, BsAs, junio de 1991, p. 9.

[7]– A propósito del desplante que Dora le perpetra a Freud,  señala Ritvo: “El deseo de transformar la crónica de un fracaso en la historia textual de una rectificación que posibilita al porvenir de una nueva lectura, es exactamente eso, deseo, deseo de analista” (Ritvo, Juan B.- “Deseo de analista“,en revista “Conjetural” no 22, Ed. Sitio, BsAs, junio de 1991, p. 57.

[8]– Retomo aquí algunas ideas de Jinkis en op. cit.

[9]– Ritvo, Juan B. – “Lacan, el síntoma (La inquietancia de la lengua)” (1991), en “Síntoma y Modalidades  de lo Impronunciable“, Universidad Nacional de Rosario Ed., Rosario, abril 1994, p 7.

[10]– Prefiero entender la paradoja a la manera winicottiana; como “el sentido común del mañana”, donde lo que ahora es contradictorio, luego ha de ser obvio.

[11]– El problema arranca desde las especificidades de los genitivos, tal como Lacan lo plantea en “Ou Pire”, Seminario XIX, clase del 19-I-72.

[12]– Puede resultar al menos interesante reflexionar sobre el penúltimo párrafo de “Recuerdo, repetición y elaboración” que Freud dedica al concepto de elaboración<durcharbeiten>. En particular si en ciertos pasajes se realiza el ejercicio casi ficcional de aplicarlo, en lugar de al analizante -al que está originalmente destinado-, al analista. (Freud, S. – “Recordar, repetir, elaborar” (1914), en OC. Amorrortu Ed., BsAs., 1993, T. XII, p. 157). En la traducción de L. López-Ballesteros, Ed. Biblioteca Nueva, Madrid,T. II, p 1688.

[13]– Lacan, Jaques – “Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis“, Seminario XI (1964), Ed. Paidós, BsAs, 1991, p. 280.

[14]– Ritvo, Juan B. – op. cit, p 10.

[15]– Proceso ya descripto por Freud en el grafo con el que cierra el capítulo VIII de “Psicología de las masas…” (1921).

Leave a Comment

Your email address will not be published.

× 11 5747-7300 WhatsApp