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Masoquismo, repetición y fin de análisis

Introducción

El problema del fin de análisis es un valioso prisma a través del cual cada analista puede pensar su práctica y modificar su relación con esta ciencia conjetural que es la del sujeto del inconsciente y su síntoma.

¿Qué es lo incurable? ¿es lo inanalizable, es lo interminable de un análisis?

Quisiera distinguir dos estados de cosas a fin de delimitar con la mayor precisión posible el obstáculo – o lo evidente de la estructura, mejor dicho –  que me interesa situar y abrir a la discusión.

El primer asunto es aquello que Freud plantea como el puñado de casos que cualquier analista va conociendo en su recorrido, en los que el sujeto llega hasta un determinado punto de trabajo y termina, justamente por el bienestar alcanzado, a quien el analista despide puesto que “todo ha ido bien”, “rebus bene gestis”.

La segunda observación freudiana es sobre ese núcleo intocable, representado como roca viva de la castración, que prevé y provee un final siempre inacabado y poblado de sentido, según las consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica de los sexos: temor a la castración para el hombre, envidia del pene para la mujer. Sobre la mentada base de que el complejo de castración es el complejo nuclear de las neurosis. Hasta acá, lo sabido.

En este escrito del final (de la obra), sobre el final (del análisis) – me refiero a “Análisis terminable e interminable” (1937) –, ya no sólo la anatomía sino que la etiología ES el destino, en la medida que lo constitucional y lo traumático (es decir, lo accidental, el vivenciar), y obviamente su conjugación, parecieran poder descifrarse a partir del destino de un análisis, de su alcance, del recorrido y del núcleo que, aún aislado, parece permanecer inmutable. Concretamente, plantea Freud, las neurosis de origen predominantemente traumático, son las que tienen mayores posibilidades de ser curadas por el psicoanálisis.

Entonces, contamos con una praxis muy propicia para una etiología del trauma y aparentemente menos eficaz frente a la intensidad pulsional constitutiva.

Sobre lo que parece no curarse

Partiría de este axioma: en el principio, fue el sadismo. O lo que es equivalente, en el principio fue la pulsión de muerte. Incluso, un paso más, en el principio, fue la vivencia de dolor.

En “El problema económico del masoquismo” (1924), es posible leer un esquema de la infiltración originaria de Eros sobre Tánatos. El esquema no está dibujado en el escrito, pero está dicho. Su lógica se asemeja a la que 1 año antes desarrolla en “El yo y el Ello” (1923), respecto de que todo lo reprimido es inconsciente, más no viceversa, ya que hay lo inconsciente no reprimido. La lógica conceptual es la misma. No hay Eros sin Tánatos, más parece haber Tánatos sin Eros. Afirma Freud que hay pulsión de muerte sustraída del influjo de la pulsión de vida.

Retrocedamos un paso. Así como hay un énfasis en el factor cuantitativo, tanto en la determinación de los puntos fijación que le darán la coloratura al síntoma, como en el momento del estallido de la neurosis, así como en el desarrollo angustioso posterior a la señal, en este escrito Freud parte de la importancia del factor cualitativo, argumentando que sólo con lo cuantificable del aparato, no basta.

Dicho factor, el cualitativo, alude, en relación a los vaivenes de tensión y distensión de la pulsión:

  • al ritmo
  • y al orden temporal

Para enseguida establecer que el masoquismo o, mejor dicho, los masoquismos, como posiciones diferenciadas de la constitución subjetiva, son, lisa y llanamente, “un enigma”. Despejemos, en la medida de lo posible, y apoyándonos también en “Pegan a un niño” (1919) qué relaciones lógicas hay establecidas entre sadismo y masoquismo.

Para ello, es indispensable que hagamos el esfuerzo de un salto conceptual, cuyo error es muy común entre analistas: debemos pasar de pensar el sadismo y el masoquismo como formas de la perversión, a dimensionarlas en su valor estructurante, como facies de la pulsión de muerte.

Antes, una disgresión. Puede resultar interesante una de las acepciones de facie que – además de apariencia del rostro, tan utilizada en la evaluación psiquiátrica – significa “conjunto de rasgos litológicos y paleontológicos de una roca que permiten inferir sus condiciones de depósito y formación”. Entonces, vale la pena pensar en los estratos del psiquismo para tomar alguna posición respecto del proceso y el alcance de una curación.

En “El problema…”, Freud establece no sin cierta ambigüedad, que en el inicio está la pulsión de muerte que, sabemos, es la tendencia hacia la aniquilación, el retorno perpetuo e inextinguible hacia lo inorgánico. Esa tendencia tiene una dimensión que permanece inmutable. Es un hecho analíticamente comprobable. Como el cauce de un río que no se tuerce es, no obstante, investido y ciertamente anegado por la pulsión de vida, que con fuerza variable según la estructura de cada sujeto, desvía una parte de la corriente (que Freud no duda en llamar sádica, en un sentido primigenio) llevándola hacia el exterior. Ese impulso destructor es entonces volcado hacia los objetos externos como un modo de preservación del ser animado.

No obstante, sigue Freud, una parte de la pulsión de destrucción se sustrae del influjo de Eros y permanece fijada en el organismo “con ayuda de la coexitación sexual”. Este detalle me parece decisivo. Pulsión de muerte y excitación sexual están emparentadas desde el estrato más profundo – si se me permite la mala palabra – y esto es posible aún sin Eros, o más bien, gracias a su ausencia en una parte del territorio de Tánatos. Esto arroja luz sobre qué quiere decir que todo síntoma implica una satisfacción en el dolor que no cesa de repetirse. Hay satisfacción que indudablemente es de origen sexual, en actos de destrucción y dolor. (La famosa frase “el síntoma es la práctica sexual de los enfermos”, acá se entiende de dónde viene).

Otro aspecto a considerar es el de adentro y afuera, interior y exterior. Si bien lo intenta esquematizar, separando mundo exterior de los objetos y el yo, al mismo tiempo plantea que el yo pasa a formar parte de los objetos investidos por la libido, estableciendo entonces, para nuestra sorpresa, que “pulsión de muerte es idéntica a masoquismo” puesto que éste “tiene como objeto al propio individuo”. ¿Entonces?

Sin poder establecer ese orden lógico temporal, si primero fue el sadismo o el masoquismo, entiendo que la contradicción recorta no obstante tres momentos de la operación fundante:

  • que primero es la pulsión de muerte
  • que la mezcla de la pulsión de vida y la pulsión de muerte (“se mezclan formando una amalgama de proporciones muy variables”) evita la autodestrucción del organismo, pero no agota la tendencia.
  • que de esa amalgama queda un saldo, un residuo, que es el masoquismo erógeno propiamente dicho, que se INTEGRA como un componente de la libido y que continúa teniendo como objeto al propio individuo. Es más, el masoquismo erógeno, dice Freud, y coincido plenamente, ES condicionante de la excitación sexual. ¿No es ésta acaso la sustancia gozante de la que estamos hechos, de la que Lacan nos habla en “Aún” y que es condición del deseo?

Como verán, este zoom en cámara lenta de los primeros tiempos de la imbricación pulsional, está muy lejos aún de la fase fálica sobre la que supuestamente reposa todo el drama de lo interminable de un análisis para la neurosis. De hecho, dice en este escrito Freud que “el placer en el dolor (del masoquismo primario erógeno) es un mecanismo fisiológico infantil que desaparecería luego”. Y nombra las formas en que este masoquismo erógeno se manifiesta en cada fase de manera secundaria: ser devorado por el padre (oral), deseo de ser maltratado por el padre (anal), fantasías de castración (fálica).

¿Y si no desapareciera? ¿y si el límite real de cualquier análisis no fuera otro que la repetición del placer en el dolor como tendencia del aparato psíquico y no el saldo de la fase fálica que, en todo caso, no es más que la última de sus formas infantiles? ¿Por qué el límite al análisis sería entonces la roca viva de la castración, explicitadas como envidia y temor, propios de la etapa fálica?

Que la tensión por dolor o displacer provoca coexcitación libidinosa es sistemáticamente verificable en los relatos de los analizantes. La escena fantasmática que una paciente histérica relata hasta el agotamiento, donde algo le hace signo y desata el tormento de la celotipia, ¿no recubre acaso su propia mirada excitada ante el rasgo de la otra? Sí, me dirán, “la otra” que supuestamente tiene lo que ella cree no tener tomada por la envidia del pene. Cierto. Pero eso ya es el guión, la novela del fantasma de cada quién.

Que se goce en el dolor, no se deduce de la fase fálica. Ésta le aporta una banda de moebius en la cual desplegar los significantes, más no la tendencia que da origen a la compulsión a la repetición. Lo que confunde y desvía la posibilidad de poner en cuestión lo que Freud establece en “Análisis terminable e interminable” (1937) es la concepción que mantiene hasta el final de su obra, sobre una organización genital definitiva. Sin ese articulador (falaz, a mi entender), se desmorona la primacía de la fase fálica por sobre las demás, que supone pensar el límite de un análisis en términos de núcleo inaccesible sólo asociado a lo edípico, cuando es absolutamente posible verificar que, aún entre quienes pudieron haber llevado su análisis hasta las últimas instancias (disolución de la neurosis de transferencia), es estrictamente cierto que hay padecimientos que siguen teniendo un alto valor para la tendencia masoquista, que conserva para sí cierta medida de dolor. De ello se alimenta y, aparentemente, esto goza de cierta inalterabilidad.

En “Pegan a un niño” (1919), escrito 5 años antes que “El problema…”, hay algunas claves que abonan la idea de la indestructibilidad de la fantasía inconsciente de flagelación y allí da cuenta de las torsiones lógicas que acontecen, a las que se accede en análisis vía la construcción, manteniendo su carácter de fijeza. Es curioso que la fijación, dice Freud, no acontece por traumática sino por “una ocasión casual de fijación, por concatenación” – leo aquí la contingencia asociada al mecanismo de fijación – y le otorga a dicha fantasía “un fin provisional”, es decir, provisorio y parcial, hasta tanto se reúna en una genitalidad adulta con el resto de las pulsiones parciales. Esta es la noción que, reitero, no se sostiene ni se verifica psicoanalíticamente, sino más bien se constata que el masoquismo erógeno es una posición libidinal que el aparato jamás supera ni abandona, y que es la materia prima con la que se alimenta la práctica sexual de los neuróticos. Vale decir, su síntoma. No hay progreso libidinal en ese sentido.

Sin entrar en el detalle de las fases de la fantasía de flagelación, sus cambios de sujeto, objeto, contenido y significación, que exceden el objetivo de este trabajo, pero que bien valdría la pena recorrerlo en otra ocasión, me interesa señalar dos cosas:

  • Que en la primera fase de la fantasía hay libido, más no hay ni masoquismo ni sadismo, puesto que no hay excitación sexual. No se trata estrictamente de una fantasía sexual, sino de una fase, podríamos decir, del orden de la reparación narcisista. “El padre no quiere a ese otro niño, sólo me quiere a mí”. Sabemos que el yo está libidinizado por el aparato desde el vamos, es más, es efecto de esa libidinización, y por ende, es tomado como objeto. No hay pulsiones yoicas sin libido. Por lo tanto, esta fase, que es estrictamente pre fálica, pre incestuosa, ya es un acto de reparación narcisista de una experiencia de dolor investida libidinalmente, que da la matriz a una tendencia destinada a no cesar.
  • La segunda cuestión, es que la fantasía consciente de la tercera fase, un corto cinematográfico monótono y sencillo, donde otros son maltratados por alguien, provocando al sujeto una gran excitación sexual, aún allí, en una fantasía claramente de contenido sádico, no obstante, la satisfacción sigue siendo masoquista, puesto que los maltratados son siempre objetos sustitutivos del propio yo. Lo que primero fue reparación libinal del narcisismo, deviene luego satisfacción sexual en el dolor. Plena vigencia del masoquismo erógeno otrora estructurante.

Así las cosas, resulta evidente que la compulsión a la repetición no es meramente, como solemos pensarla, una de las tres perturbaciones al principio del placer. Posee una fuerza que a cualquier analista se le ha presentado como lo que pone en peligro la consecución de una cura, así como interroga la factibilidad de que ésta suceda de manera acabada.

La compulsión a la repetición nace de lo insusceptible de tramitación por la vía de la palabra, de lo que permanece indeterminado de principio a fin. Está en el núcleo de la neurosis, por no decir que ES ese mismísimo núcleo, por lo que insiste en alguna medida aún cuando el análisis ha desarticulado y rearticulado el síntoma neurótico vía la transferencia.

El sujeto sigue lidiando en cierta medida, no obstante, con el eterno retorno de lo igual – que no es lo mismo – de la escena de carácter eminentemente masoquista en su satisfacción, y sádica un su forma.

Satisfacción en el dolor, cuyo sostén argumental (la novela, que efectivamente existe, y es la única vía de acceso a un análisis) es alojado en el surco causado por la iniciática y fundante vivencia de dolor/satisfacción.

Síntesis de los interrogantes

¿Será entonces que la tendencia a la repetición de un circuito doliente, a la vez fascinante para el sujeto, enraíza en ese masoquismo primario, signado por el cruce de los cauces de Eros sobre el de Tánatos, si en el principio, fue el sadismo?

¿Qué pasa si esa tendencia fundante, la pulsión de muerte, es lo que anida en el ombligo del sueño; si el Edipo no es más que el propio guión de un circuito pulsional mordiendo el cuerpo desde el vamos, desde la primigenia vivencia de dolor / satisfacción? Guión que, por otra parte, es el único que da acceso al síntoma.

¿Y si el límite de lo analizable no fuera el deseo incestuoso sino su condición lógicamente anterior: lo inconsciente no reprimido, la satisfacción pulsional en ese displacer erógeno?

Con ayuda del arte

“¡Ay!, hermanos, ese dios creado por mí era producto y extravío humanos, como todos los dioses. Era hombre, y un pobre pedazo de hombre y de “yo” por añadidura. De mi propia ceniza y brasa me salía ese fantasma; ¡no me venía, por cierto, del más allá! ¿Qué ocurrió entonces, hermanos? Me superé a mí mismo, a mis sufrimientos; llevé mi propia ceniza a la montaña y me inventé una llama más brillante. ¡Y he aquí que se retiró de mí el fantasma! Creer en tales fantasmas sería ahora sufrimiento para mí y tortura para el curado; sería ahora para mí sufrimiento y humillación.”

(Así habló Zaratustra, Friedrich Nietzsche, 1884)

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