De la miseria histérica al infortunio corriente
Lila Isacovich
“No dudo que para el Destino sería más fácil que para mí curarla, pero ya se convencerá usted de que adelantamos mucho si conseguimos transformar su miseria histérica en un infortunio corriente. Contra este último podrá usted defenderse mejor con una vida anímica restablecida.” Sigmund Freud[1]
Llamamos Destino al encadenamiento necesario y fatal de los sucesos que adjudicamos a la Providencia; es el lugar al que estamos designados. En el dialecto de la histeria, el Destino es la clave que ella espera del Otro y así se presenta en su discurso, como síntoma que llama a la interpretación.[2] Su esperanza, siempre frustra, es que el Otro le descubra el significante-amo de su destino. En esa búsqueda deviene su objeto de deseo y crea así un amo sobre el cual reinar.
La dificultad en la transferencia radicará entonces en producir el pasaje desde el lugar donde se pretende objeto de amor para el analista, al lugar del Otro donde podrá emerger el sujeto del inconsciente.[3]
Recién entonces se produciría el giro que Freud ilustra con la expresión infortunio corriente, que es sin duda feliz para dar cuenta del cambio de posición subjetiva que implica ese pasaje. Es un nombre que conviene a la castración porque da cuenta de los avatares a los que cualquier mortal está expuesto.
***
Había vivido protegida y amparada por la mirada de su padre. Era la luz de sus ojos. Cifraba en ella la expectativa de la respuesta inteligente, lúcida, capaz de atravesar la apariencia. Esperaba esa frase irónica, ese otro sentido, el revés de las cosas. Sobre todo eso: develar el disfraz.
Se hacían cómplices en el ejercicio de desenmascarar. Cada vez que eso ocurría, era festejado con un comentario a un tercero que funcionaba como testigo, a la sazón, la madre/esposa, excluida pero a la vez necesaria. Sin la tríada el juego no tenía lugar. Es fácil comprender: la “tonta” quedaba fuera del juego. La “tonta” era demasiado transparente y predecible. Como carecía de lógica y “de retórica… ni hablar”, daba siempre ocasión al chiste, al malentendido, a la humorada. Un festín para los dos; tanto, que empezaron a suponerle algún tipo de sordera. ¿Sería falta de atención? Con el correr de los años cumplió su destino: llegar a ser inimputable.
Vale decir que la niña creció en el marco de esa escena donde la mirada paterna la convertía en un ser brillante y, a su madre, por el contrario, en poco menos que un ente. El padre, refiriéndose a su mujer, solía decir: “Es tonta, pero la quiero”. Ese dicho lo había heredado del abuelo materno, quien lo empleaba para referirse a su propia esposa. En la tradición familiar la “tonta” ya venía en la línea materna de, por lo menos, tres generaciones.
La abuela materna había sido una campesina algo ignorante, una inmigrante que, como tantos otros, no había logrado ¿o querido? aprender la lengua local. Una tonta con ribetes culpógenos de los que ni el padre ni el abuelo, ni menos aún ella misma, habían podido zafar. En este sentido, como un intento más por separarse de esa imago materna, se puede leer el aforismo que hizo suyo la paciente al convertirse en madre: “Las madres son descartables, se usan y se tiran”.Sobre nuestra joven “brillante” se cernía, cual espada de Damocles, la amenaza fantasmática de ser esa idiota que le venía de fábrica. O peor: “Si tonta, querible”.
Los términos de su elección forzada parecían ser la madre/abuela tonta o el padre/abuelo que le tira un salvavidas de plomo. Hacía denodados esfuerzos para rechazar esa marca en el orillo. Iba por la vida demostrando su inteligencia, lucidez, capacidad. El temor era quedar fuera de juego por no poder interpretar el otro sentido. Como se dedicó a una actividad intelectual, su padecimiento giraba en torno de su producción, que nunca la satisfacía.
A poco de andar en el análisis descubrió – mucho antes de enterarse de estas coordenadas – que se hacía la tonta por temor a las respuestas del otro, tanto de aprobación como de rechazo. ¿Cómo hacerse querer y reconocer?
A veces tenía ocurrencias de las que luego prefería desistir para evitar confrontarse con los otros. O también las desvirtuaba a la manera de un fallido, en un movimiento de báscula entre decir y desdecirse.
Lo corrosivo de sus originarias críticas al otro se le volvía indefectiblemente contra sí misma, de modo que tenía poco margen de acción. El mandato sostenido en la mirada del padre le resultaba difícil de soslayar; la antinomia lúcida/tonta no admitía matices. Al final los otros resultaban más benévolos de lo que ella esperaba, pero insistía en significar la indulgencia como ingenuidad, desaprehensión, imprevisión, ineficiencia o lisa y llana estupidez.
La cuestión se dirimía en los siguientes términos: la identificación a la madre – propiciatoria en general de la salida femenina – estaba en este caso minada por el significante “tonta” que portaba, en lo manifiesto, el deseo del padre. Por cierto semejante condición erótica le resultaba enigmática y la movía una y otra vez a interrogarse por el goce del padre. Capturada por esa pregunta, se consagraba a restituirle su goce. La dificultad para instalarse en su quehacer, torturada por su supuesta insuficiencia, era la dolorosa respuesta a la pregunta por el deseo del padre. Deseo devenido goce al encerrarse en el enunciado que le sirvió de trampa.
El goce absoluto que mantenía en el horizonte, hacía de toda satisfacción posible una satisfacción devaluada. Esa idealización del padre sostenía el goce como posible, y era así como ella se sentía en falta por aquello que no lograba alcanzar. Consistía, de alguna manera, en eso que al padre le había faltado; era su recurso para evitar la castración en el Otro. ¿Cómo enfrentar ese punto de real que es el S(A)? Ella prefería aún su síntoma. Hacer de suerte que el Otro quede sin barrar, que el padre continúe gozando, preservado.
Dada la condición erótica paterna, parecía no tener otra salida más que la de hacerse la tonta y al mismo tiempo, intentar capturar al otro por su lucidez, el rasgo fálico de identificación al padre. Esa determinación producía un movimiento pendular entre la identificación al rasgo portador del emblema paterno y el rechazo a la madre, a través del significante “tonta”. Esa oscilación entre el tener (el rasgo del padre) y el ser (el significante de la madre), entre el hombre y la mujer, definía el rechazo de la feminidad.[4]
El análisis intentaba conducirla al duelo por ese padre ideal, lo que implicaba necesariamente impulsar el giro que la corriese de la posición de objeto del deseo de la analista, evitando transformar el análisis en una tentativa de seducción camuflada.
Esta cuestión ocupó el campo de la transferencia, al modo de una pulseada con la analista a quien desafiaba disputándole el lugar de la interpretación.
De modo que ese pasaje o giro en el discurso [5] no era en absoluto natural, ya que estaba en perfecta contradicción con su estrategia que apuntaba a que la aceptara como objeto del saber que le había supuesto. Tal viraje implicaba la cesión del goce sostenido por el Padre y requería poner en circulación el a.Ese movimiento posibilitaba devolverle su eficacia en el discurso, no como sostén, sino como agente y suscitar ese pasaje al discurso del analista en la emergencia del sinsentido. Esta operación se posibilitó cada vez que pudo desbaratarse la conjunción entre su saber y la verdad, contenida en el goce del Padre, propia del discurso histérico.
Desactivar la conjunción entre tonta y mujer, intentaba procurar una salida de su estatuto andrógino – ni hombre ni mujer – y, quizás, la experiencia de un Otro goce, femenino.
***
Si la demanda al Padre la interpretáramos meramente como envidia fálica, perderíamos de vista lo que es esencialmente femenino: la demanda del significante faltante que la “haría mujer”.
Lacan advierte[6] la conveniencia de preguntar si la mediación fálica drena todo lo que puede manifestarse de pulsional en la mujer y de reconocer que el analista está tan expuesto como cualquier otro a un prejuicio sobre el sexo, fuera de lo que le descubre el inconsciente. Como decíamos antes, se encuentra proclive a caer en la trampa que la histérica le tiende.
El psicoanalista puede contribuir a que haya mujeres si escucha la queja histérica de otro modo que bajo la forma petrificada del síntoma.
¿Por qué se habla de histeria en femenino? Porque las mujeres están involucradas más directamente que los hombres en la carencia de significante para su ser en lo simbólico. Se ven inducidas a interrogar en forma más radical la estructura del sujeto, interrogación que integra el fundamento de la posición histérica.[7]
El destino que sería propio de la feminidad supone que se establezca una diferencia entre falo y pene. Esa distinción significa que la ausencia del pene no acarrea la desaparición del goce fálico ni de la actividad, en particular intelectual. El pene se diferencia del falo en algo que no es ni una frustración ni una privación, sino precisamente, la castración. Esta castración es diferente, inaugural, porque se apoya no en una mutilación sino en una falta de significante.
“El ser no-toda en la función fálica no quiere decir que no lo esté del todo[…]. Pero hay algo de más[…].[8]
Que pueda existir como no-toda, le deja abierta a la mujer la posibilidad de entrever que el universo es una ilusión y que la totalidad no se asegura más que en el fantasma.
La negación de la excepción, del lado mujer de las fórmulas de la sexuación, puede leerse: “La mujer no existe”. De esta negación del límite puede proceder la posición de ser “no toda”, que es la posición de las mujeres, que así existen.
La ausencia de ese límite del lado mujer, abre el espacio de Otro goce que excede la problemática de la satisfacción en términos de más o de menos, pues no se concibe en relación con el límite.
Esa parte no simbolizada, que separada del significante “tonta” tampoco encontrará otro con el que decirse, es la que puede servirle para causar el deseo del hombre. Mediatizada por su partenaire, tendrá acceso a esa ausencia de sí misma de la que goza.
Esa parte que en la posición histérica mortifica, sería la que le permitiría el acceso al goce propio de la mujer. Si es que existe.-
[1] Freud, Sigmund: Psicoterapia de la histeria, en Obras Completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1968, T. I, pág. 129.
[2] Lacan, Jacques: Psicoanálisis. Radiofonía & Televisión, Editorial Anagrama, Barcelona, 1977, pág. 77.
Para facilitar la lectura, reproduzco aquí los esquemas estructurales de los cuatro “discursos” que constituyeron el tema del Seminario El Reverso del Psicoanálisis.
Discurso del Amo Discurso de la Universidad
→ →
S1 imposibilidad S2 S2 a
S ← a S1 impotencia← S
se aclara por regresión del: se aclara por su “progreso” en el:
Discurso del Histérico Discurso del Analista
→ →
S S1 a imposibilidad S
a impotencia ← S2 S2 ← S1
Los lugares son los de: Los términos son: S1, el significante amo. S2, el saber.
el agente el otro S, el sujeto. a, el plus-de-gozar.
la verdad la producción
[3] Corrimiento de un lugar o cuarto de giro en el discurso que conforma el discurso del analista, como puede verse en los esquemas precedentes.
[4] Lacan, Jacques: El Seminario.Aún.Libro 20, Paidós, Barcelona, 1981, cap.VII, pág. 95. Ver el cuadro donde figuran las fórmulas de la sexuación. A la derecha, la parte llamada mujer de los seres que hablan, y a la izquierda, la parte llamada hombre. Del lado mujer se inscriben, tanto el S(A), la ausencia de la que ella goza, como el La, la falta de significante para la mujer.
Un desarrollo más extenso figura en el artículo que antecede al presente: Encrucijada femenina, en La Porteña, revista de la Sociedad Porteña de Psicoanálisis, Número 5, Bs. As., 1999, pág. 47.
[5] Ver nota 3.
[6] Lacan, J.: “Ideas directivas para un congreso sobre la sexualidad femenina”, precisamente en el apartado titulado “De desconocimientos y prejuicios”, Escritos 1, Siglo Veintiuno editores, México, 1980.
[7] Millot, Catherine: Nobodaddy. La histeria en el siglo. Ed. Nueva Visión, Buenos Aires, 1988.
[8] Lacan, Jacques: El Seminario, Libro 20, Aún, op. cit.